EL
TEXTO SUICIDA EN LA
PSICOTERAPIA
En la tarea
como psicoterapeutas, que es nuestro oficio, a veces -más veces de las que
quisiéramos- nos encontramos con un texto suicida.
Entiendo por
texto suicida, aquellas manifestaciones del paciente -verbales o no- que nos
indican de una manera, directa o indirecta, su intención o, mejor, su deseo
de poner fin a su vida. Y lo llamo deseo reconociendo que es un
deseo complejo, como todos los deseos humanos, pues no podemos sostener la
existencia de deseos simples y únicos. Digo, además, "poner fin a su
vida" porque me voy a referir al deseo de no vivir, de interrumpir la
vida.
Diferente es
el deseo de la muerte, de ofrendar la vida, de morir como símbolo supremo de
otros valores y que vemos en los llamados suicidios altruistas, sacrificiales,
que más exacto sería llamarlos "inmolaciones". Este deseo nunca he
tenido ocasión de verlo en el ámbito privado del consultorio, quizás porque
sólo cobra sentido en tanto toma estado público, en tanto es compartido e
incluso, aplaudido.
Volviendo,
entonces, al deseo de poner fin a la vida, a las penurias de la vida,
consideraremos tres aspectos:
•
en
qué nivel de conciencia o de inconciencia está ese deseo,
•
qué
sentimientos lo acompañan,
•
qué
estructura de personalidad subyace a ese deseo.
Estas
consideraciones me son necesarias, no por un objetivo puramente académico, sino
por algo más práctico -que hoy me motiva- en relación con la posición a adoptar
frente al deseo suicida en nuestro rol de psicoterapeutas.
Si pensamos
primero en la estructura de personalidad subyacente, debo reconocer que, si
bien hay patologías estadísticamente más proclives al suicidio, este dato me
sirve poco para el caso particular: sólo para estar más atento ante esa
eventualidad. Pero, en realidad, cualquier persona, con cualquier patología, e
incluso sin ella, puede encontrarse en la circunstancia de desear abandonar
este mundo.
Además, ese
deseo puede presentarse de mil formas diferentes: puede ser súbito,
intempestivo, o ser insidioso, permanente. Puede ser dicho por el paciente,
dicho a medias, o celosamente ocultado. Puede aparecer claro a su conciencia o
puede mostrársele disfrazado, engañoso. Puede manifestarse en palabras, en
actos o en complejas conductas.
Estas
circunstancias tan variadas de aparición nos obligan a precavernos, a dos
puntas, con respecto a nuestras posibles actitudes frente a un tema tan
ansiógeno:
•
en
un extremo, el texto suicida -claro o encubierto- puede inducirnos a
minimizarlo en una suerte de defensa maníaca o, simplemente, a no verlo, a
negarlo.
•
en
el otro extremo, el paciente puede lograr movilizar nuestras tendencias
aprensivas y estaremos proclives a ver inminencias suicidas donde no las hay.
¿Cómo orientarnos,
entonces, al no contar con una segura guía diagnóstica, pues, como dijimos,
cualquier paciente puede desear e intentar un suicidio más allá de su eventual
patología de base?
El
diagnóstico, pensamos, acá debe ser, más que de patologías, de circunstancias.
Este
diagnóstico, que nunca es sencillo, se torna más difícil cuanto menor sea el
grado de confianza, de empatía y de proximidad que se haya obtenido entre
terapeuta y paciente.
1) La primera circunstancia a
evaluar será si el "alma" del paciente está suficientemente
viva como para que pueda ser muerta.
Esta
observación -que a algunos podrá parecer extraña- se basa en la idea que el
suicida mata el cuerpo porque no encuentra otra vía mejor para cumplir con su
intención básica que es matar el "alma". Incluso en aquellos
suicidios motivados por enfermedad física grave, la intención está puesta en
matar el alma para que ésta no asista al sufrimiento y la destrucción
progresiva e ineluctable de ése, su cuerpo.
Ustedes
comprenderán que cuando me refiero al alma, no me refiero a una entelequia de
orden filosófico o religioso, sino simplemente a la "psiqué",
que viene a constituir nuestro principal objeto de estudio... y de preocupación... A menudo
la nombramos de otros modos: el yo (total), el sujeto, el self...
y yo prefiero llamarla "persona" para soslayar un poco la
antigua, radical división alma-cuerpo.
Y bien,
reformulando, debemos evaluar que esa "persona", esté lo
suficientemente viva como para ser muerta. Sabemos bien que, si la persona está
muy destruida, muerta o casi, como en las disociaciones psicóticas muy graves o
en la melancolía profunda, el riesgo de suicidio se aleja y sólo reaparece
cuando la chispa de la vida renace, aunque sea por un momento.
Winnicott
expresa, con notable claridad, esta situación, definiéndola en términos de
verdadero y falso self ("EL PROCESO DE MADURACIÓN EN EL NIÑO", 1965,
p. 173).
Dice: “... el
suicidio consiste en la destrucción del self total a fin de,
evitar el aniquilamiento del self verdadero... le toca al self
falso organizar el suicidio... lo que entraña su propia destrucción, pero,
al mismo tiempo, elimina la necesidad de la continuidad de existir, ya que la
función del self falso reside en proteger de agravios al self
verdadero".
Es necesario,
pues, que la persona esté viva para ser protegida y destaco, además, la
necesidad de proteger la dignidad de la persona, protegerla de agravios.
2) Una segunda circunstancia a
evaluar es la intensidad de sufrimiento del posible suicida. No puedo menos que
subrayar enfáticamente esta circunstancia porque es el elemento imprescindible
que conduce a la decisión suicida y es también el pivot sobre el cual
girará nuestra posición como psicoterapeutas.
Quiero decir
con esto que no son las motivaciones -concientes o inconcientes- las que
explican de por sí la decisión suicida pues esas mismas motivaciones (por
ejemplo: culpa, pérdida, huida, venganza, chantaje, etc.) son componentes
habituales de nuestro bagaje motivacional como personas. Por supuesto que
trabajar con el paciente sobre estas motivaciones es parte sustancial de la
tarea psicoterapéutica; pero eso vale para todos los casos -suicidas o no- y no
nos agrega nada sobre el particular caso del texto suicida.
Es, pues, un
intenso, lacerante, insoportable sufrimiento anímico[1] lo que conduce a la decisión
suicida. Y, al averiguar algo más sobre la procedencia de ese sentimiento, lo
hallamos sistemáticamente vinculado a una vivencia, de parte del paciente, de
una grave disminución de sus valores
como persona. Vivencia de disminución, no sólo de su autoestima, sino de la
estima de los demás y, muy especialmente, de aquellas personas más cercanas.
Digo esto
porque los valores intrínsecos,
individuales y aislados, no existen. Los juicios de valor, exclusivos de la especie humana, sólo emergen de la red de
vínculos entre las personas y se tornan intrapsíquicos en los momentos de la
formación de nuestra identidad y autoconciencia. Toda autoestima está apoyada,
pues, en el juicio de los otros significativos (actuales o del pasado) y así,
de ese entrecruzamiento de valoraciones
mutuas, surgen los sostenes que apreciamos como imprescindibles para una vida
digna.
Es justamente
esa dignidad lo que está en cuestión para el suicida y lo expresa a través de
variados sentimientos: humillación, despecho, culpa, odio, desconfianza,
reproche, desesperanza. Todos éstos, son sentimientos que emergen porque el
otro -a juicio del paciente- está fallante.
3) Y así arribamos a la tercera -y
última- circunstancia que es condición para el surgimiento del deseo
suicida: la soledad.
El suicidio
mismo es un acto solitario, no compartido. No conozco estadísticas de suicidios
compartidos de dos o tres personas. En todo caso, son excepcionales; más de la
novela que de la realidad. Los suicidios colectivos parecen corresponder más
bien a inmolaciones como aclaré al principio.
La despedida
del suicida, que se caricaturiza con el “¡Adiós, mundo cruel!" viene a condensar, en tres palabras, esta
vivencia de soledad, de oposición yo-mundo, de ruptura de vínculos.
Se me hará la
objeción que no todos los suicidios son actos impulsivos, ejecutados en medio
de una importante alteración del ánimo. Muchos de ellos son llevados a cabo
tranquilamente y con todo cuidado. Es muy acertada la objeción y la voy a
contestar, para terminar, con este breve relato:
Un joven de
26 años entra a su sesión. El paciente está distendido, sereno; con la actitud,
fatigada pero satisfecha, de quien ha terminado una dura tarea. Hace un
silencio, mira con leve sonrisa a su terapeuta y le dice:
- Me
parece verlo un poco sorprendido. Se preguntará dónde está aquel sujeto
desesperado de los últimos tiempos... pues bien... la cosa ha cambiado. Bueno,
en realidad todo sigue igual... yo cambié... ahora estoy tranquilo... como me
ve, todo en orden... ¡qué cambio! ¿no?...
Un silencio
tenso y luego el terapeuta dice:
- Entonces
debo pensar que usted ya se sentenció. Ejecutar la sentencia es sólo un detalle
final... una cuestión de trámite. Usted siente que ya se mató.
La respuesta
es casi inmediata:
- Exacto!...
Usted es un demonio... Simplemente no quiero implicarlo. Esto es algo puramente
personal...
Titubea un
poco y agrega:
- Si se le
ocurre hacer algo, algún medicamento... una internación... desde ya le digo que
es inútil. Voy a aceptar todo sumisamente hasta encontrar mi oportunidad. Es
sólo cuestión de paciencia.
El silencio
es ahora largo y denso. El terapeuta medita. Luego dice o, más bien, piensa en
voz alta:
- Y, sí...
¿qué puedo hacer?... Usted ha estado sufriendo de una manera muy dura... Se
entiende que así no quiera vivir. Es otra, la vida que usted quisiera... Pero
no estoy de acuerdo en eso de que es una cuestión personal y de no implicarme.
Usted sabe cómo pienso: no hay cuestiones personales exclusivas, siempre hay
alguien implicado. Y yo ya lo estoy.
- ¡Pavadas!
-interrumpe el paciente- ¡A usted lo que le importa es su estadística! Yo
soy un fracaso terapéutico, un signo de menos...
Luego de una
pausa, el terapeuta prosigue -pensativo-:
- Claro,
pero el fracaso ya está sobre la mesa. Y el fracaso lo compartimos los dos;
porque hasta ahora no hemos encontrado otra salida a su sufrimiento... Usted
tiene todo el derecho a cortar de una vez con todo esto... Absurdo sería querer
torcer su deseo sin su consentimiento... con internaciones u otras cosas... Un
derecho, es un derecho... pero ¿qué hacer?, me vuelvo a preguntar... Sólo se me
ocurre que ... si me sigue otorgando su confianza... lo acompañaría en su camino...
hasta que usted lo decida...
El paciente
comenzó a pasearse inquieto por el consultorio y al fin dijo:
- Tiempo
al tiempo... nos vemos el lunes.
Y se fue.
¿Cuál fue el
desenlace? Difícil saberlo. El paciente estaba demasiado sereno, demasiado lúcido,
demasiado decidido. Sólo al final se volvió a inquietar, quizás pensando en su
posible reingreso a este "mundo cruel".
No sabemos
cuánto fue escuchado el terapeuta, pero, al menos, él atendió a las tres
circunstancias que antes señalamos:
•
apreció la vida que el paciente exhibía,
•
empatizó con su sufrimiento,
•
se ofreció a mitigar su soledad acompañándole
hasta su posible muerte.
Impedir la
muerte a todo trance, puede ser un modo de empujar a ella.
Cualquiera
fuere el desenlace, el terapeuta, al igual que el paciente a su modo, se jugó
por la vida. ¿Qué vida? No la del cuerpo, claro. La del alma...la "psiqué"...la
persona.
Alberto
Weigle
2001-2017
MÁS
SOBRE SUICIDIO
Agrego aquí las meditaciones, muy pertinentes y
profundas, que me comunicó una colega que ha trabajado extensamente sobre el
tema:
El deseo de poner fin a la vida que se construyó o que
el suicida siente que “le tocó en suerte” puede descubrirse en el texto del
paciente, que puede venir en forma de palabra, gráficos, juegos u otras
acciones que encubren la intención suicida como pueden ser ciertos
“accidentes”, adicciones y otras conductas auto agresivas. El suicida ha
perdido la esperanza de que su situación vital pueda cambiar; a veces transita
biológicamente con gran esfuerzo por largo tiempo otras veces el impulso
suicida parece invadir casi súbitamente al individuo.
¿Qué sentimientos acompañan a quien decide suicidarse?
En general un sufrimiento profundo, intolerable; dependiendo de su edad y sus
creencias, busca pasar a un plano donde su existencia sea mejor o dejar de
sufrir, terminar con el padecimiento sin importar que después de muerto no
exista nada, o mejor dicho “la nada”, el no dolor, el no sufrimiento. No
siempre vista desde afuera, la situación del suicida parece tan intolerable,
pero lo es para él; no disponemos de un instrumento que pueda medir el
sufrimiento emocional y es como si el suicida tuviese en ocasiones un umbral
diferente para el dolor emocional, una suerte de hipersensibilidad frente a determinadas
circunstancias vitales, así como todos tenemos un umbral diferente para el
dolor físico. Suele decirse que quien decide suicidarse siente una gran soledad
vinculada a un profundo sentimiento de abandono. Hay soledades que pueden ser
una opción, incluso disfrutable, pero si es por abandono no es nunca una
elección e implica a otro que abandona. Esa soledad va unida al sentirse no
querido y la vivencia de minusvalía concomitante. El abandono puede ser real o
no, pero opera en el psiquismo del individuo como real. Una adolescente, frente
a una frustración me dijo en una sesión (casi parafraseando a J.C.Baglietto) “cuando pasan cosas como
estas, llego a lugares oscuros de mí, donde de vuelta soy chiquita y estoy muy sola…y es ahí que me quiero morir¨.
Es cierto que otros intentos de autoeliminación con
motivaciones muy diferentes. Veamos este caso: Franco, de 5 años, ingresó por
intento de autoeliminación con ingesta de psicofármacos. Se trataba de un niño
que vivía con su madre en la cárcel de Cabildo y había presenciado muchos
intentos de autoeliminación. Estaba viviendo en la cárcel con su madre desde el
fallecimiento de su abuelo, quien se había hecho cargo de él cuando su madre
cayó presa. Él pensaba que su abuelo estaba en “el cielo”, es decir que después
de su muerte, había pasado a “vivir” en un lugar mejor que el que le había
tocado a él. Él deseaba morir según su idea de la muerte, para volver a estar
con su abuelo. Aquí opera una poderosa identificación con el entorno actuando
en una tierna y crédula personalidad en crecimiento, pero es
también la búsqueda de alivio a un sufrimiento en pos de una vida mejor.
Cuando el acto suicida no llega a consumarse y queda
en el intento de autoeliminación, es muy frecuente que el paciente sufra una victimización secundaria tanto por
parte de sus familiares como por parte del personal de salud.
¿El acto suicida es auto y heteroagresivo por eso
despierta en los otros también actitudes agresivas, que obviamente en nada
ayudan al paciente? Hay una forma de
agresividad vuelta hacia sí mismo en tanto consideremos la agresividad como una
acción que va contra una regla fundamental como es atentar contra la vida, aunque
sea la propia vida. Sin embargo, la agresividad tiene una dimensión mucho más
amplia que la de ir contra el derecho del otro, dañar o degradar, es también la
fuerza que puede ayudar a enfrentar las dificultades de la vida cuando se le da
un uso positivo y para algunos autores es la base de la apetencia epistemológica.
En un intento de sistematización, se incluye a la muerte por suicidio dentro de
las muertes violentas. Pero la violencia, en una de sus definiciones, alude a
la destrucción, implica obligar, forzar a cosas o personas para vencer su
resistencia con impulso y fuerza, fuera de la razón y la justicia, acción
impulsada por la ira. No parece que quien comete suicidio esté impulsado por
estas fuerzas y no tiene en general intención de dañar a otro, por el contrario,
cree que su muerte no sólo lo aliviará a él, sino que será también un alivio
para sus seres queridos. [2]
¿Qué pasa con
el manejo de la culpa frente al suicidio? Tendemos a culpabilizar al suicida o
a la familia, ¨alguien tiene que ser culpable¨, como si se tratase de un
homicidio. Hacemos juicios de valor sobre la conducta, la sociedad suele hablar
de cobardía o valentía, fortaleza o debilidad, etc. (desde etapas tempranas de nuestro desarrollo
cognitivo hacemos el ejercicio de clasificar cosas, personas, actitudes y nos
es muy difícil abstenernos de ello).
En el caso de una familia del interior que me tocó
asistir, se había suicidado uno de los niños con sólo diez años. Había en la familia una larga historia de
maltrato, toda esa agresividad, en el caso de este niño, se volvió un dolor
insoportable. En caso de uno de sus hermanos, en una posición más saludable se
expresaba en trastornos de comportamiento, ese manejo de la agresividad a este
último le permitía sobrevivir. Hubo una condena social muy fuerte hacia la
madre del niño que se suicidó, pues, por tratarse de un niño, nadie ¨culpaba al
suicida¨; se culpó a la madre. Además,
era muy fácil la condena a una mujer, de contexto socioeconómico
desfavorable, sola, que había tenido
varias parejas violentas.
Existe una
particularidad en la memoria del paciente que comete suicidio. Lord George Byron, en su poética escéptica y
melancólica, afirma que los recuerdos tristes siempre prevalecen sobre los
recuerdos felices, en tanto el recuerdo feliz es rememorado como algo que
ocurrió y no volverá a ocurrir, para él, aparecerá el sentimiento de pérdida y
no de alegría al rememorar una situación de felicidad pasada. Esta cualidad de
la memoria es referida ya en la mitología griega, donde se describe una isla
donde crece una flor, cuyo té hace perder la memoria y es a esa isla a donde
deben viajar los ¨melancólicos´´ para tomar el té y perder la memoria como
método para revertir su tristeza. La tristeza aparece desde siempre ligada a la
memoria. Ya lo vimos en las palabras de la adolescente
que decía “…de vuelta soy chiquita y estoy muy sola…”.
Desconozco qué
mecanismos y neurotransmisores entran en juego y no es el objetivo de esta
reflexión.
Esa percepción de que los momentos felices no se
repetirán, es una visión negativa, pesimista del futuro. ¡El ¨futuro¨, construcción humana si las hay!
En tanto el futuro no existe de manera concreta, es lo que todavía no es; es
nuestra construcción y por algún motivo el suicida no puede visualizar una
imagen esperanzadora del mismo. Sólo ve en el futuro acontecimientos nefastos y
pérdidas. Aquí aparece otra vez la noción de pérdida, del mismo modo que en el
sentimiento de abandono que ya fue expuesto.
.
Dra. María Beatriz Golluchi Fleitas
CP:53672
2015
[1]Como los literatos escriben
maravillosamente, prefiero ampliar esta idea con una cita textual de Rosa
Montero (de su libro: “La ridícula idea
de no volver a verte”) a propósito del sufrimiento
anímico en el duelo, aplicable a nuestro caso también: El verdadero dolor es indecible. Si
puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es
tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero
que te arranca es la palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizá lo
hayas experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas
(igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera
parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por
un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que
no puedes ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte.
Hablo del dolor psíquico,
que es devastador por lo inefable. Porque la característica esencial de lo que
llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental. Una soledad tan
grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a
imaginar si no ha estado ahí. Es sentir que te has desconectado del mundo, que
no te van a poder entender, que no tienes palabras para expresarte. Es como
hablar un lenguaje que nadie más conoce. Es ser un astronauta flotando a la
deriva en la vastedad negra y vacía del espacio exterior. De ese tamaño de
soledad estoy hablando. Y resulta que, en el verdadero dolor, en el dolor-alud,
sucede algo semejante. Aunque la sensación de desconexión no sea tan extrema,
tampoco puedes compartir ni explicar tu sufrimiento. Te callas y te encierras.
[2] Para reafirmar esta idea
quiero decir que el acto suicida de ninguna manera debe considerarse partiendo
de una vivencia agresiva sino de una
decisión tendiente a curar un
sufrimiento. Podemos equipararla a la decisión de un cirujano que agrede al
cuerpo con esa misma intención. O, en el mismo sentido, el sacrificio de una
mascota muy querida para que no sufra más. O, si se quiere, la eutanasia. (A. Weigle)
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