miércoles, 19 de junio de 2013

A. Weigle, El texto suicida en la psicoterapia



EL TEXTO SUICIDA EN LA PSICOTERAPIA

En la tarea como psicoterapeutas, que es nuestro oficio, a veces -más veces de las que quisiéramos- nos encontramos con un texto suicida.
Entiendo por texto suicida, aquellas manifestaciones del paciente -verbales o no- que nos indican de una manera, directa o indirecta, su intención o, mejor, su deseo de poner fin a su vida. Y lo llamo deseo reconociendo que es un deseo complejo, como todos los deseos humanos, pues no podemos sostener la existencia de deseos simples y únicos. Digo, además, "poner fin a su vida" porque me voy a referir al deseo de no vivir, de interrumpir la vida.
Diferente es el deseo de la muerte, de ofrendar la vida, de morir como símbolo supremo de otros valores y que vemos en los llamados suicidios altruistas, sacrificiales, que más exacto sería llamarlos "inmolaciones". Este deseo nunca he tenido ocasión de verlo en el ámbito privado del consultorio, quizás porque sólo cobra sentido en tanto toma estado público, en tanto es compartido e incluso, aplaudido.
Volviendo, entonces, al deseo de poner fin a la vida, a las penurias de la vida, consideraremos tres aspectos:
         en qué nivel de conciencia o de inconciencia está ese deseo,
         qué sentimientos lo acompañan,
         qué estructura de personalidad subyace a ese deseo.
Estas consideraciones me son necesarias, no por un objetivo puramente académico, sino por algo más práctico -que hoy me motiva- en relación con la posición a adoptar frente al deseo suicida en nuestro rol de psicoterapeutas.
Si pensamos primero en la estructura de personalidad subyacente, debo reconocer que, si bien hay patologías estadísticamente más proclives al suicidio, este dato me sirve poco para el caso particular: sólo para estar más atento ante esa eventualidad. Pero, en realidad, cualquier persona, con cualquier patología, e incluso sin ella, puede encontrarse en la circunstancia de desear abandonar este mundo.
Además, ese deseo puede presentarse de mil formas diferentes: puede ser súbito, intempestivo, o ser insidioso, permanente. Puede ser dicho por el paciente, dicho a medias, o celosamente ocultado. Puede aparecer claro a su conciencia o puede mostrársele disfrazado, engañoso. Puede manifestarse en palabras, en actos o en complejas conductas.
Estas circunstancias tan variadas de aparición nos obligan a precavernos, a dos puntas, con respecto a nuestras posibles actitudes frente a un tema tan ansiógeno:
         en un extremo, el texto suicida -claro o encubierto- puede inducirnos a minimizarlo en una suerte de defensa maníaca o, simplemente, a no verlo, a negarlo.
         en el otro extremo, el paciente puede lograr movilizar nuestras tendencias aprensivas y estaremos proclives a ver inminencias suicidas donde no las hay.
¿Cómo orientarnos, entonces, al no contar con una segura guía diagnóstica, pues, como dijimos, cualquier paciente puede desear e intentar un suicidio más allá de su eventual patología de base?
El diagnóstico, pensamos, acá debe ser, más que de patologías, de circunstancias.
Este diagnóstico, que nunca es sencillo, se torna más difícil cuanto menor sea el grado de confianza, de empatía y de proximidad que se haya obtenido entre terapeuta y paciente.

1) La primera circunstancia a evaluar será si el "alma" del paciente está suficientemente viva como para que pueda ser muerta.
Esta observación -que a algunos podrá parecer extraña- se basa en la idea que el suicida mata el cuerpo porque no encuentra otra vía mejor para cumplir con su intención básica que es matar el "alma". Incluso en aquellos suicidios motivados por enfermedad física grave, la intención está puesta en matar el alma para que ésta no asista al sufrimiento y la destrucción progresiva e ineluctable de ése, su cuerpo.
Ustedes comprenderán que cuando me refiero al alma, no me refiero a una entelequia de orden filosófico o religioso, sino simplemente a la "psiqué", que viene a constituir nuestro principal objeto   de estudio... y de preocupación... A menudo la nombramos de otros modos: el yo (total), el sujeto, el self... y yo prefiero llamarla "persona" para soslayar un poco la antigua, radical división alma-cuerpo.
Y bien, reformulando, debemos evaluar que esa "persona", esté lo suficientemente viva como para ser muerta. Sabemos bien que, si la persona está muy destruida, muerta o casi, como en las disociaciones psicóticas muy graves o en la melancolía profunda, el riesgo de suicidio se aleja y sólo reaparece cuando la chispa de la vida renace, aunque sea por un momento.
Winnicott expresa, con notable claridad, esta situación, definiéndola en términos de verdadero y falso self ("EL PROCESO DE MADURACIÓN EN EL NIÑO", 1965, p. 173).

Dice: “... el suicidio consiste en la destrucción del self total a fin de, evitar el aniquilamiento del self verdadero... le toca al self falso organizar el suicidio... lo que entraña su propia destrucción, pero, al mismo tiempo, elimina la necesidad de la continuidad de existir, ya que la función del self falso reside en proteger de agravios al self verdadero".
Es necesario, pues, que la persona esté viva para ser protegida y destaco, además, la necesidad de proteger la dignidad de la persona, protegerla de agravios.

2) Una segunda circunstancia a evaluar es la intensidad de sufrimiento del posible suicida. No puedo menos que subrayar enfáticamente esta circunstancia porque es el elemento imprescindible que conduce a la decisión suicida y es también el pivot sobre el cual girará nuestra posición como psicoterapeutas.
Quiero decir con esto que no son las motivaciones -concientes o inconcientes- las que explican de por sí la decisión suicida pues esas mismas motivaciones (por ejemplo: culpa, pérdida, huida, venganza, chantaje, etc.) son componentes habituales de nuestro bagaje motivacional como personas. Por supuesto que trabajar con el paciente sobre estas motivaciones es parte sustancial de la tarea psicoterapéutica; pero eso vale para todos los casos -suicidas o no- y no nos agrega nada sobre el particular caso del texto suicida.
Es, pues, un intenso, lacerante, insoportable sufrimiento anímico[1] lo que conduce a la decisión suicida. Y, al averiguar algo más sobre la procedencia de ese sentimiento, lo hallamos sistemáticamente vinculado a una vivencia, de parte del paciente, de una grave disminución de sus valores como persona. Vivencia de disminución, no sólo de su autoestima, sino de la estima de los demás y, muy especialmente, de aquellas personas más cercanas.
Digo esto porque los valores intrínsecos, individuales y aislados, no existen. Los juicios de valor, exclusivos de la especie humana, sólo emergen de la red de vínculos entre las personas y se tornan intrapsíquicos en los momentos de la formación de nuestra identidad y autoconciencia. Toda autoestima está apoyada, pues, en el juicio de los otros significativos (actuales o del pasado) y así, de ese entrecruzamiento de valoraciones mutuas, surgen los sostenes que apreciamos como imprescindibles para una vida digna.
Es justamente esa dignidad lo que está en cuestión para el suicida y lo expresa a través de variados sentimientos: humillación, despecho, culpa, odio, desconfianza, reproche, desesperanza. Todos éstos, son sentimientos que emergen porque el otro -a juicio del paciente- está fallante.

3) Y así arribamos a la tercera -y última- circunstancia que es condición para el surgimiento del deseo suicida: la soledad.
El suicidio mismo es un acto solitario, no compartido. No conozco estadísticas de suicidios compartidos de dos o tres personas. En todo caso, son excepcionales; más de la novela que de la realidad. Los suicidios colectivos parecen corresponder más bien a inmolaciones como aclaré al principio.
La despedida del suicida, que se caricaturiza con el “¡Adiós, mundo cruel!"  viene a condensar, en tres palabras, esta vivencia de soledad, de oposición yo-mundo, de ruptura de vínculos.

Se me hará la objeción que no todos los suicidios son actos impulsivos, ejecutados en medio de una importante alteración del ánimo. Muchos de ellos son llevados a cabo tranquilamente y con todo cuidado. Es muy acertada la objeción y la voy a contestar, para terminar, con este breve relato:
Un joven de 26 años entra a su sesión. El paciente está distendido, sereno; con la actitud, fatigada pero satisfecha, de quien ha terminado una dura tarea. Hace un silencio, mira con leve sonrisa a su terapeuta y le dice:
- Me parece verlo un poco sorprendido. Se preguntará dónde está aquel sujeto desesperado de los últimos tiempos... pues bien... la cosa ha cambiado. Bueno, en realidad todo sigue igual... yo cambié... ahora estoy tranquilo... como me ve, todo en orden... ¡qué cambio! ¿no?...
Un silencio tenso y luego el terapeuta dice:
- Entonces debo pensar que usted ya se sentenció. Ejecutar la sentencia es sólo un detalle final... una cuestión de trámite. Usted siente que ya se mató.
La respuesta es casi inmediata:
- Exacto!... Usted es un demonio... Simplemente no quiero implicarlo. Esto es algo puramente personal...
Titubea un poco y agrega:
- Si se le ocurre hacer algo, algún medicamento... una internación... desde ya le digo que es inútil. Voy a aceptar todo sumisamente hasta encontrar mi oportunidad. Es sólo cuestión de paciencia.
El silencio es ahora largo y denso. El terapeuta medita. Luego dice o, más bien, piensa en voz alta:
- Y, sí... ¿qué puedo hacer?... Usted ha estado sufriendo de una manera muy dura... Se entiende que así no quiera vivir. Es otra, la vida que usted quisiera... Pero no estoy de acuerdo en eso de que es una cuestión personal y de no implicarme. Usted sabe cómo pienso: no hay cuestiones personales exclusivas, siempre hay alguien implicado. Y yo ya lo estoy.
- ¡Pavadas! -interrumpe el paciente- ¡A usted lo que le importa es su estadística! Yo soy un fracaso terapéutico, un signo de menos...
Luego de una pausa, el terapeuta prosigue -pensativo-:
- Claro, pero el fracaso ya está sobre la mesa. Y el fracaso lo compartimos los dos; porque hasta ahora no hemos encontrado otra salida a su sufrimiento... Usted tiene todo el derecho a cortar de una vez con todo esto... Absurdo sería querer torcer su deseo sin su consentimiento... con internaciones u otras cosas... Un derecho, es un derecho... pero ¿qué hacer?, me vuelvo a preguntar... Sólo se me ocurre que ... si me sigue otorgando su confianza... lo acompañaría en su camino... hasta que usted lo decida...
El paciente comenzó a pasearse inquieto por el consultorio y al fin dijo:
- Tiempo al tiempo... nos vemos el lunes.
Y se fue.


¿Cuál fue el desenlace? Difícil saberlo. El paciente estaba demasiado sereno, demasiado lúcido, demasiado decidido. Sólo al final se volvió a inquietar, quizás pensando en su posible reingreso a este "mundo cruel".
No sabemos cuánto fue escuchado el terapeuta, pero, al menos, él atendió a las tres circunstancias que antes señalamos:
          apreció la vida que el paciente exhibía,
          empatizó con su sufrimiento,
          se ofreció a mitigar su soledad acompañándole hasta su posible muerte.
Impedir la muerte a todo trance, puede ser un modo de empujar a ella.
Cualquiera fuere el desenlace, el terapeuta, al igual que el paciente a su modo, se jugó por la vida. ¿Qué vida? No la del cuerpo, claro. La del alma...la "psiqué"...la persona.

Alberto Weigle
2001-2017



MÁS SOBRE SUICIDIO


Agrego aquí las meditaciones, muy pertinentes y profundas, que me comunicó una colega que ha trabajado extensamente sobre el tema:

El deseo de poner fin a la vida que se construyó o que el suicida siente que “le tocó en suerte” puede descubrirse en el texto del paciente, que puede venir en forma de palabra, gráficos, juegos u otras acciones que encubren la intención suicida como pueden ser ciertos “accidentes”, adicciones y otras conductas auto agresivas. El suicida ha perdido la esperanza de que su situación vital pueda cambiar; a veces transita biológicamente con gran esfuerzo por largo tiempo otras veces el impulso suicida parece invadir casi súbitamente al individuo.
¿Qué sentimientos acompañan a quien decide suicidarse? En general un sufrimiento profundo, intolerable; dependiendo de su edad y sus creencias, busca pasar a un plano donde su existencia sea mejor o dejar de sufrir, terminar con el padecimiento sin importar que después de muerto no exista nada, o mejor dicho “la nada”, el no dolor, el no sufrimiento. No siempre vista desde afuera, la situación del suicida parece tan intolerable, pero lo es para él; no disponemos de un instrumento que pueda medir el sufrimiento emocional y es como si el suicida tuviese en ocasiones un umbral diferente para el dolor emocional, una suerte de hipersensibilidad frente a determinadas circunstancias vitales, así como todos tenemos un umbral diferente para el dolor físico. Suele decirse que quien decide suicidarse siente una gran soledad vinculada a un profundo sentimiento de abandono. Hay soledades que pueden ser una opción, incluso disfrutable, pero si es por abandono no es nunca una elección e implica a otro que abandona. Esa soledad va unida al sentirse no querido y la vivencia de minusvalía concomitante. El abandono puede ser real o no, pero opera en el psiquismo del individuo como real. Una adolescente, frente a una frustración me dijo en una sesión (casi parafraseando a J.C.Baglietto) “cuando pasan cosas como estas, llego a lugares oscuros de mí, donde de vuelta soy chiquita y estoy muy sola…y es ahí que me quiero morir¨.
Es cierto que otros intentos de autoeliminación con motivaciones muy diferentes. Veamos este caso: Franco, de 5 años, ingresó por intento de autoeliminación con ingesta de psicofármacos. Se trataba de un niño que vivía con su madre en la cárcel de Cabildo y había presenciado muchos intentos de autoeliminación. Estaba viviendo en la cárcel con su madre desde el fallecimiento de su abuelo, quien se había hecho cargo de él cuando su madre cayó presa. Él pensaba que su abuelo estaba en “el cielo”, es decir que después de su muerte, había pasado a “vivir” en un lugar mejor que el que le había tocado a él. Él deseaba morir según su idea de la muerte, para volver a estar con su abuelo. Aquí opera una poderosa identificación con el entorno actuando en una tierna y crédula personalidad en crecimiento, pero es también la búsqueda de alivio a un sufrimiento en pos de una vida mejor.
Cuando el acto suicida no llega a consumarse y queda en el intento de autoeliminación, es muy frecuente que el paciente sufra una victimización secundaria tanto por parte de sus familiares como por parte del personal de salud.
¿El acto suicida es auto y heteroagresivo por eso despierta en los otros también actitudes agresivas, que obviamente en nada ayudan al paciente?  Hay una forma de agresividad vuelta hacia sí mismo en tanto consideremos la agresividad como una acción que va contra una regla fundamental como es atentar contra la vida, aunque sea la propia vida. Sin embargo, la agresividad tiene una dimensión mucho más amplia que la de ir contra el derecho del otro, dañar o degradar, es también la fuerza que puede ayudar a enfrentar las dificultades de la vida cuando se le da un uso positivo y para algunos autores es la base de la apetencia epistemológica. En un intento de sistematización, se incluye a la muerte por suicidio dentro de las muertes violentas. Pero la violencia, en una de sus definiciones, alude a la destrucción, implica obligar, forzar a cosas o personas para vencer su resistencia con impulso y fuerza, fuera de la razón y la justicia, acción impulsada por la ira. No parece que quien comete suicidio esté impulsado por estas fuerzas y no tiene en general intención de dañar a otro, por el contrario, cree que su muerte no sólo lo aliviará a él, sino que será también un alivio para sus seres queridos. [2]
 ¿Qué pasa con el manejo de la culpa frente al suicidio? Tendemos a culpabilizar al suicida o a la familia, ¨alguien tiene que ser culpable¨, como si se tratase de un homicidio. Hacemos juicios de valor sobre la conducta, la sociedad suele hablar de cobardía o valentía, fortaleza o debilidad, etc.  (desde etapas tempranas de nuestro desarrollo cognitivo hacemos el ejercicio de clasificar cosas, personas, actitudes y nos es muy difícil abstenernos de ello).
En el caso de una familia del interior que me tocó asistir, se había suicidado uno de los niños con sólo diez años.  Había en la familia una larga historia de maltrato, toda esa agresividad, en el caso de este niño, se volvió un dolor insoportable. En caso de uno de sus hermanos, en una posición más saludable se expresaba en trastornos de comportamiento, ese manejo de la agresividad a este último le permitía sobrevivir. Hubo una condena social muy fuerte hacia la madre del niño que se suicidó, pues, por tratarse de un niño, nadie ¨culpaba al suicida¨; se culpó a la madre.  Además, era muy fácil la condena a una mujer, de contexto socioeconómico desfavorable, sola, que había tenido varias parejas violentas.       
Existe   una particularidad en la memoria del paciente que comete suicidio.   Lord George Byron, en su poética escéptica y melancólica, afirma que los recuerdos tristes siempre prevalecen sobre los recuerdos felices, en tanto el recuerdo feliz es rememorado como algo que ocurrió y no volverá a ocurrir, para él, aparecerá el sentimiento de pérdida y no de alegría al rememorar una situación de felicidad pasada. Esta cualidad de la memoria es referida ya en la mitología griega, donde se describe una isla donde crece una flor, cuyo té hace perder la memoria y es a esa isla a donde deben viajar los ¨melancólicos´´ para tomar el té y perder la memoria como método para revertir su tristeza. La tristeza aparece desde siempre ligada a la memoria. Ya lo vimos en las palabras de la adolescente que decía “…de vuelta soy chiquita y estoy muy sola…”.
 Desconozco qué mecanismos y neurotransmisores entran en juego y no es el objetivo de esta reflexión.
Esa percepción de que los momentos felices no se repetirán, es una visión negativa, pesimista del futuro.  ¡El ¨futuro¨, construcción humana si las hay! En tanto el futuro no existe de manera concreta, es lo que todavía no es; es nuestra construcción y por algún motivo el suicida no puede visualizar una imagen esperanzadora del mismo. Sólo ve en el futuro acontecimientos nefastos y pérdidas. Aquí aparece otra vez la noción de pérdida, del mismo modo que en el sentimiento de abandono que ya fue expuesto.   
.

Dra. María Beatriz Golluchi Fleitas
CP:53672
2015







[1]Como los literatos escriben maravillosamente, prefiero ampliar esta idea con una cita textual de Rosa Montero (de su libro: “La ridícula idea de no volver a verte”) a propósito del sufrimiento anímico en el duelo, aplicable a nuestro caso también: El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra. Es probable que reconozcas lo que digo; quizá lo hayas experimentado, porque el sufrimiento es algo muy común en todas las vidas (igual que la alegría). Hablo de ese dolor que es tan grande que ni siquiera parece que te nace de dentro, sino que es como si hubieras sido sepultada por un alud. Y así estás. Tan enterrada bajo esas pedregosas toneladas de pena que no puedes ni hablar. Estás segura de que nadie va a oírte.
Hablo del dolor psíquico, que es devastador por lo inefable. Porque la característica esencial de lo que llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental. Una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí. Es sentir que te has desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes palabras para expresarte. Es como hablar un lenguaje que nadie más conoce. Es ser un astronauta flotando a la deriva en la vastedad negra y vacía del espacio exterior. De ese tamaño de soledad estoy hablando. Y resulta que, en el verdadero dolor, en el dolor-alud, sucede algo semejante. Aunque la sensación de desconexión no sea tan extrema, tampoco puedes compartir ni explicar tu sufrimiento. Te callas y te encierras.

[2] Para reafirmar esta idea quiero decir que el acto suicida de ninguna manera debe considerarse partiendo de una vivencia agresiva sino de una decisión tendiente a curar un sufrimiento. Podemos equipararla a la decisión de un cirujano que agrede al cuerpo con esa misma intención. O, en el mismo sentido, el sacrificio de una mascota muy querida para que no sufra más. O, si se quiere, la eutanasia. (A. Weigle)



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