Algunas
lecciones elementales sobre psicoanálisis. (1940 [1938])
«Some
Elementary Lessons in Psycho-Analysis»
Nota introductoria
Cuando uno
quiere exponer determinado ámbito del saber. -o, dicho en términos más
modestos, de la investigación- para los profanos, es evidente que puede escoger
entre dos métodos o técnicas. Uno sería partir de lo que todo el mundo sabe o
cree saber y considera cosa evidente, sin contradecirlo en principio. Enseguida
se hallará oportunidad de llamar la atención del profano sobre unos hechos de
ese mismo ámbito, de los cuales él sin duda tiene noticia, pero que hasta
entonces ha descuidado o no apreció lo suficiente. Y a continuación se puede
familiarizarlo con otros hechos de los que él nada sabía, y así prepararlo para
la necesidad objetiva de ir de más allá del juicio que hasta entonces tenía,
buscar nuevos puntos vista y prestar oídos a nuevos supuestos explicativos. De
esta manera, el otro participa en la edificación de una teoría nueva sobre el
asunto y puede tramitar sus objeciones a ella ya en el curso del trabajo en
común.
Una exposición
así merece el nombre de genética: repite el camino recorrido antes por el
propio investigador. No obstante sus ventajas, le es inherente el defecto de no
hacer suficiente impresión sobre el aprendiz. Algo que él ha visto nacer y
crecer en medio de dificultades no se le impondrá, ni con mucho, como algo que
surja frente a él en forma acabada, en apariencia cerrado en sí mismo.
La otra
explicación, que consigue precisamente esto último, es la dogmática; ella
anticipa sus resultados, demanda atención y creencia para sus premisas, da
pocas informaciones para su fundamentación. Es cierto que de ese modo se
engendra el peligro de que un oyente crítico diga, sacudiendo la cabeza: « ¡Qué
raro que suena todo esto! ¿Y de dónde lo sabrá nuestro hombre?».
En mi exposición
no utilizaré ninguno de esos métodos, sino que seguiré ora uno, ora el otro. No
me engaño acerca de la dificultad de mi tarea. El psicoanálisis tiene pocas
perspectivas de ser bien visto o popular. Y no sólo porque muchos de sus
contenidos afrentan los sentimientos de numerosas personas; casi igual efecto
perturbador produce el hecho de incluir nuestra ciencia algunos supuestos -uno
no sabe si contarlos entre los resultados de nuestro trabajo o entre sus
premisas (ver nota)- que no pueden sino parecer en grado sumo ajenos al pensar
ordinario de la multitud y contradicen de manera radical ciertas opiniones
dominantes. No hay remedio: con la elucidación de dos de estos delicados supuestos
tenemos que inaugurar la serie de nuestros breves estudios.
La
naturaleza de lo psíquico
El psicoanálisis
es una parte de la ciencia sobre el alma, de la psicología. También se lo llama
«psicología de lo profundo»; luego averiguaremos la razón de ello. Si alguien
preguntara qué es propiamente lo psíquico, fácil sería responderle remitiéndolo
a sus contenidos. Nuestras percepciones, representaciones, recuerdos,
sentimientos y actos de voluntad, todo esto pertenece a lo psíquico. Pero si
esa inquisición prosiguiera, y ahora quisiera saber si todos esos procesos
poseen un carácter común que nos permitiera asir de una manera más ceñida la
naturaleza o, como también se dice, la esencia de lo psíquico, sería más
difícil dar una respuesta.
Si se hubiera
dirigido una pregunta análoga a un físico (p. ej., acerca de la esencia de la
electricidad), su respuesta -hasta hace muy poco tiempo- habría sido: «Para
explicar ciertos fenómenos suponemos unas fuerzas eléctricas que son inherentes
a las cosas y parten de ellas, Estudiamos estos fenómenos, hallamos sus leyes y
aun logramos aplicaciones prácticas. Provisionalmente nos basta. En cuanto a la
esencia de la electricidad, no la conocemos; quizá más tarde, en el progreso de
nuestro trabajo, habremos de averiguarla. Confesamos que nuestra ignorancia
atañe, justamente, a lo más importante e interesante de todo el asunto, pero
ello no nos turba por ahora, Nunca ha sido de otro modo en las ciencias
naturales».
La psicología es
también una ciencia natural. ¿Qué otra cosa puede ser? Pero su caso es de
diverso orden. No cualquiera osa formular juicios sobre cosas físicas, pero
todos -el filósofo tanto como el hombre de la calle- tienen su opinión sobre
cuestiones psicológicas y se comportan como si fueran al menos unos psicólogos
aficionados. Y aquí viene lo asombroso: que todos -o casi todos- están de
acuerdo en que lo psíquico posee efectivamente un carácter común en que se
expresa su esencia. Es el carácter único, indescriptible pero que tampoco ha
menester de descripción alguna, de la condición de conciente. Se dice que todo
lo conciente es psíquico, y también, a la inversa, que todo lo psíquico es
conciente. Que sería algo evidente, y un disparate contradecirlo. Ahora bien,
no puede aseverarse que con esta decisión se arroje mucha luz sobre la esencia
de lo psíquico; en efecto, ante la condición de conciente, uno de los hechos
fundamentales de nuestra vida, se detiene la investigación como frente a un
muro. No halla camino alguno que lleve a otra parte. Y además, la equiparación
de lo anímico con lo conciente producía la insatisfactoria consecuencia de
desgarrar los procesos psíquicos del nexo del acontecer universal, y así
contraponerlos, como algo ajeno, a todo lo otro. Pero esto no era aceptable,
pues no se podía ignorar por largo tiempo que los fenómenos psíquicos dependen
en alto grado de influjos corporales y a su vez ejercen los más intensos
efectos sobre procesos somáticos. Si el pensar humano ha entrado alguna vez en
un callejón sin salida, es este. Para hallar una salida, los filósofos debieron
por lo menos adoptar el supuesto de que existían procesos orgánicos paralelos a
los psíquicos concientes, ordenados con respecto a ellos de una manera difícil
de explicar, que, según se suponía, mediaban la acción recíproca entre «cuerpo
y alma» y reinsertaban lo psíquico dentro de la ensambladura de la vida. Pero
esta solución seguía siendo insatisfactoria.
El psicoanálisis
se sustrajo de estas dificultades contradiciendo con energía la igualación de
lo psíquico con lo conciente. No; la condición de conciente no puede ser la
esencia de lo psíquico, sólo es una cualidad suya, y por añadidura una cualidad
inconstante, más a menudo ausente que presente. Lo psíquico en sí, cualquiera
que sea su naturaleza, es inconciente, probablemente del mismo modo que todos
los otros procesos de la naturaleza de los cuales hemos tomado noticia.
Para fundar su
enunciado, el psicoanálisis invoca una serie de hechos, de los cuales se ofrece
una selección en lo que sigue.
Se conocen las
llamadas «ocurrencias», unos pensamientos que afloran a la conciencia de pronto
y ya acabados, sin que uno tenga noticia de sus preparativos, pero que, no
obstante, tienen que haber sido actos psíquicos, Así es; puede acontecer que de
esa manera uno reciba la solución de un difícil problema intelectual, sobre el
cual un rato antes se devanaba los sesos en vano. Habían escapado de la
conciencia todos los complicados procesos de selección, desestimación y
decisión, que llenaron el intervalo. No creamos ninguna teoría nueva si decimos
que han sido inconcientes, y acaso lo siguieron siendo.
En segundo
lugar, he escogido, de un grupo enormemente grande de fenómenos, un ejemplo
destinado a subrogarnos todos los demás (ver nota). El presidente de un cuerpo
colegiado (la Cámara
de Diputados de Austria) abrió cierta vez las sesiones con las siguientes
palabras: «Compruebo la presencia en el recinto de un número suficiente de
señores diputados, y por tanto declaro cerrada la sesión». Fue un caso de
desliz en el habla; no hay duda de que el presidente quiso decir: «la declaro
abierta». Entonces, ¿por qué dijo lo contrario? Uno está preparado a oír esta
respuesta: Fue un error casual, un yerro de la intención, como es tan fácil que
suceda bajo toda clase de influjos; no tiene por qué significar nada, y además
es muy sencillo que los contrarios, justamente, se permuten entre sí. No
obstante, si uno examina la situación en la cual ocurrió el desliz en el habla,
se inclinará a preferir otra concepción. Muchas sesiones anteriores de la Cámara habían trascurrido
en medio de unas tormentas poco edificantes e infructuosas; era asaz
comprensible que el presidente pensara, pues, en el momento de la apertura:
«Ojalá la sesión que debe empezar ahora ya hubiera pasado. Antes preferiría
cerrarla que abrirla». Cuando comenzó a hablar, es probable que este deseo no
le fuera presente, conciente, pero sin duda había estado presente y consiguió
abrirse paso, contra el propósito del hablante, en su aparente error. En esta
oscilación nuestra, entre dos explicaciones tan diversas, difícilmente pueda
decidir un caso aislado. Pero, ¿y si todos los otros casos de desliz en el
habla admitieran un mismo esclarecimiento, como así también los parecidos
errores en la escritura, la lectura, la audición y el trastrocar las cosas
confundido? ¿Y si en todos estos casos -en verdad, sin excepción- se pudiera
rastrear un acto psíquico, un pensamiento, un deseo, un propósito, capaz de
justificar el supuesto error, y este fuera inconciente en el momento en que
exteriorizó su efecto, aunque hubiera podido ser conciente antes? Entonces, en
realidad, ya no se podría cuestionar que existen actos psíquicos que son
inconcientes, más aún, que pueden devenir activos en el intervalo en que son
inconcientes, y en ese intervalo son aun capaces de vencer a unos propósitos
concientes. El individuo mismo se puede comportar de diversos modos ante
semejante operación fallida. Puede ignorarla por completo, o reparar él mismo
en ella; quedar turbado, avergonzarse de ella. Pero, en general, no es capaz de
hallar por sí mismo la explicación del error; para ello ha menester de una
ayuda, y a menudo se revuelve, al menos por un rato, contra la solución que se
le comunica.
Y en tercer
lugar: en personas hipnotizadas se puede demostrar experimentalmente que
existen actos psíquicos inconcientes, y que la condición de conciente no es
indispensable para la actividad [psíquica]. Quien haya asistido a un
experimento tal habrá recibido una impresión inolvidable y adquirido una
inconmovible convicción. Sucede más o menos así: El médico entra en la
habitación de los enfermos en el hospital, deja su paraguas en un rincón, pone
en estado de hipnosis a uno de los pacientes, y le dice: «Ahora yo me retiro;
cuando regrese, usted me saldrá al encuentro con el paraguas abierto, y lo
sostendrá sobre mi cabeza». Tras ello, médico y acompañante abandonan la
habitación. Tan pronto regresan, el enfermo ahora despierto realiza justamente
aquello que se le ordenó en la hipnosis. El médico le increpa: «¿Pero qué hace
usted?. ¿Qué sentido tiene esto?». El paciente queda evidentemente turbado,
balbucea algo así como: «Sólo pensé, doctor, que llovía afuera, y entonces
usted abriría el paraguas antes de salir de la habitación». Un subterfugio a
todas luces insuficiente, inventado en el momento para motivar de algún modo su
comportamiento sin sentido. Pero para los espectadores es claro que él no tiene
noticia de su motivo real y efectivo. Nosotros lo conocemos, pues estábamos
presentes cuando éI recibió la sugestión que ahora ha obedecido, si bien nada
sabe de su existencia dentro de él (er nota).
Ahora
consideramos tramitada la pregunta por la relación de lo conciente con lo
psíquico: la conciencia es sólo una cualidad (propiedad) -inconstante, por lo
demás- de lo psíquico. Todavía tenemos que defendernos de una objeción. Ella
nos dice que, a pesar de los hechos mencionados, no es necesario resignar la
identidad de lo conciente con lo psíquico. Y que los llamados procesos
psíquicos inconcientes serían, justamente, los procesos orgánicos paralelos de
lo anímico, hace mucho admitidos. Es verdad que esto reduciría nuestro problema
a una cuestión de definición en apariencia indiferente. He aquí nuestra
respuesta: Sería injustificado, y muy inadecuado, destruir la unidad de la vida
anímica en aras de una definición, cuando nosotros vemos, al contrario, que la
conciencia sólo puede brindarnos unas series incompletas y lagunosas de
fenómenos. Y, por otra parte, difícilmente se deba al azar que sólo tras el
cambio en la definición de lo psíquico se volviera posible crear una teoría
abarcadora y coherente de la vida anímica.
No es lícito
creer, además, que esta otra concepción de lo psíquico sea una innovación
debida al psicoanálisis. Un filósofo alemán, Theodor Lipps, ha proclamado de manera
tajante que lo psíquico es en sí inconciente, que lo inconciente es lo psíquico
genuino. Hacía mucho tiempo que el concepto de lo inconciente golpeaba a las
puertas de la psicología para ser admitido. Filosofía y literatura jugaron con
él harto a menudo, pero la ciencia no sabía emplearlo. El psicoanálisis se ha
apoderado de este concepto, lo ha tomado en serio, lo ha llenado con un
contenido nuevo. Sus investigaciones dieron noticia sobre unos caracteres hasta
hoy insospechados de lo psíquico inconciente, descubrieron algunas de las leyes
que lo gobiernan. Pero con todo ello no se dice que la cualidad de la condición
de conciente haya perdido su significatividad para nosotros. Sigue siendo la
única luz que nos alumbra y guía en la oscuridad de la vida anímica. A
consecuencia de la naturaleza particular de nuestro discernimiento, nuestro
trabajo científico en la psicología consistirá en traducir procesos
inconcientes a procesos concientes, y de tal modo llenar las lagunas de la
percepción conciente. (...)
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