viernes, 5 de julio de 2013

S. FREUD Algunas lecciones elementales...



Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis. (1940 [1938])
«Some Elementary Lessons in Psycho-Analysis»

Nota introductoria

Cuando uno quiere exponer determinado ámbito del saber. -o, dicho en términos más modestos, de la investigación- para los profanos, es evidente que puede escoger entre dos métodos o técnicas. Uno sería partir de lo que todo el mundo sabe o cree saber y considera cosa evidente, sin contradecirlo en principio. Enseguida se hallará oportunidad de llamar la atención del profano sobre unos hechos de ese mismo ámbito, de los cuales él sin duda tiene noticia, pero que hasta entonces ha descuidado o no apreció lo suficiente. Y a continuación se puede familiarizarlo con otros hechos de los que él nada sabía, y así prepararlo para la necesidad objetiva de ir de más allá del juicio que hasta entonces tenía, buscar nuevos puntos vista y prestar oídos a nuevos supuestos explicativos. De esta manera, el otro participa en la edificación de una teoría nueva sobre el asunto y puede tramitar sus objeciones a ella ya en el curso del trabajo en común.

Una exposición así merece el nombre de genética: repite el camino recorrido antes por el propio investigador. No obstante sus ventajas, le es inherente el defecto de no hacer suficiente impresión sobre el aprendiz. Algo que él ha visto nacer y crecer en medio de dificultades no se le impondrá, ni con mucho, como algo que surja frente a él en forma acabada, en apariencia cerrado en sí mismo.

La otra explicación, que consigue precisamente esto último, es la dogmática; ella anticipa sus resultados, demanda atención y creencia para sus premisas, da pocas informaciones para su fundamentación. Es cierto que de ese modo se engendra el peligro de que un oyente crítico diga, sacudiendo la cabeza: « ¡Qué raro que suena todo esto! ¿Y de dónde lo sabrá nuestro hombre?».

En mi exposición no utilizaré ninguno de esos métodos, sino que seguiré ora uno, ora el otro. No me engaño acerca de la dificultad de mi tarea. El psicoanálisis tiene pocas perspectivas de ser bien visto o popular. Y no sólo porque muchos de sus contenidos afrentan los sentimientos de numerosas personas; casi igual efecto perturbador produce el hecho de incluir nuestra ciencia algunos supuestos -uno no sabe si contarlos entre los resultados de nuestro trabajo o entre sus premisas (ver nota)- que no pueden sino parecer en grado sumo ajenos al pensar ordinario de la multitud y contradicen de manera radical ciertas opiniones dominantes. No hay remedio: con la elucidación de dos de estos delicados supuestos tenemos que inaugurar la serie de nuestros breves estudios.

La naturaleza de lo psíquico

El psicoanálisis es una parte de la ciencia sobre el alma, de la psicología. También se lo llama «psicología de lo profundo»; luego averiguaremos la razón de ello. Si alguien preguntara qué es propiamente lo psíquico, fácil sería responderle remitiéndolo a sus contenidos. Nuestras percepciones, representaciones, recuerdos, sentimientos y actos de voluntad, todo esto pertenece a lo psíquico. Pero si esa inquisición prosiguiera, y ahora quisiera saber si todos esos procesos poseen un carácter común que nos permitiera asir de una manera más ceñida la naturaleza o, como también se dice, la esencia de lo psíquico, sería más difícil dar una respuesta.

Si se hubiera dirigido una pregunta análoga a un físico (p. ej., acerca de la esencia de la electricidad), su respuesta -hasta hace muy poco tiempo- habría sido: «Para explicar ciertos fenómenos suponemos unas fuerzas eléctricas que son inherentes a las cosas y parten de ellas, Estudiamos estos fenómenos, hallamos sus leyes y aun logramos aplicaciones prácticas. Provisionalmente nos basta. En cuanto a la esencia de la electricidad, no la conocemos; quizá más tarde, en el progreso de nuestro trabajo, habremos de averiguarla. Confesamos que nuestra ignorancia atañe, justamente, a lo más importante e interesante de todo el asunto, pero ello no nos turba por ahora, Nunca ha sido de otro modo en las ciencias naturales».

La psicología es también una ciencia natural. ¿Qué otra cosa puede ser? Pero su caso es de diverso orden. No cualquiera osa formular juicios sobre cosas físicas, pero todos -el filósofo tanto como el hombre de la calle- tienen su opinión sobre cuestiones psicológicas y se comportan como si fueran al menos unos psicólogos aficionados. Y aquí viene lo asombroso: que todos -o casi todos- están de acuerdo en que lo psíquico posee efectivamente un carácter común en que se expresa su esencia. Es el carácter único, indescriptible pero que tampoco ha menester de descripción alguna, de la condición de conciente. Se dice que todo lo conciente es psíquico, y también, a la inversa, que todo lo psíquico es conciente. Que sería algo evidente, y un disparate contradecirlo. Ahora bien, no puede aseverarse que con esta decisión se arroje mucha luz sobre la esencia de lo psíquico; en efecto, ante la condición de conciente, uno de los hechos fundamentales de nuestra vida, se detiene la investigación como frente a un muro. No halla camino alguno que lleve a otra parte. Y además, la equiparación de lo anímico con lo conciente producía la insatisfactoria consecuencia de desgarrar los procesos psíquicos del nexo del acontecer universal, y así contraponerlos, como algo ajeno, a todo lo otro. Pero esto no era aceptable, pues no se podía ignorar por largo tiempo que los fenómenos psíquicos dependen en alto grado de influjos corporales y a su vez ejercen los más intensos efectos sobre procesos somáticos. Si el pensar humano ha entrado alguna vez en un callejón sin salida, es este. Para hallar una salida, los filósofos debieron por lo menos adoptar el supuesto de que existían procesos orgánicos paralelos a los psíquicos concientes, ordenados con respecto a ellos de una manera difícil de explicar, que, según se suponía, mediaban la acción recíproca entre «cuerpo y alma» y reinsertaban lo psíquico dentro de la ensambladura de la vida. Pero esta solución seguía siendo insatisfactoria.

El psicoanálisis se sustrajo de estas dificultades contradiciendo con energía la igualación de lo psíquico con lo conciente. No; la condición de conciente no puede ser la esencia de lo psíquico, sólo es una cualidad suya, y por añadidura una cualidad inconstante, más a menudo ausente que presente. Lo psíquico en sí, cualquiera que sea su naturaleza, es inconciente, probablemente del mismo modo que todos los otros procesos de la naturaleza de los cuales hemos tomado noticia.

Para fundar su enunciado, el psicoanálisis invoca una serie de hechos, de los cuales se ofrece una selección en lo que sigue.

Se conocen las llamadas «ocurrencias», unos pensamientos que afloran a la conciencia de pronto y ya acabados, sin que uno tenga noticia de sus preparativos, pero que, no obstante, tienen que haber sido actos psíquicos, Así es; puede acontecer que de esa manera uno reciba la solución de un difícil problema intelectual, sobre el cual un rato antes se devanaba los sesos en vano. Habían escapado de la conciencia todos los complicados procesos de selección, desestimación y decisión, que llenaron el intervalo. No creamos ninguna teoría nueva si decimos que han sido inconcientes, y acaso lo siguieron siendo.

En segundo lugar, he escogido, de un grupo enormemente grande de fenómenos, un ejemplo destinado a subrogarnos todos los demás (ver nota). El presidente de un cuerpo colegiado (la Cámara de Diputados de Austria) abrió cierta vez las sesiones con las siguientes palabras: «Compruebo la presencia en el recinto de un número suficiente de señores diputados, y por tanto declaro cerrada la sesión». Fue un caso de desliz en el habla; no hay duda de que el presidente quiso decir: «la declaro abierta». Entonces, ¿por qué dijo lo contrario? Uno está preparado a oír esta respuesta: Fue un error casual, un yerro de la intención, como es tan fácil que suceda bajo toda clase de influjos; no tiene por qué significar nada, y además es muy sencillo que los contrarios, justamente, se permuten entre sí. No obstante, si uno examina la situación en la cual ocurrió el desliz en el habla, se inclinará a preferir otra concepción. Muchas sesiones anteriores de la Cámara habían trascurrido en medio de unas tormentas poco edificantes e infructuosas; era asaz comprensible que el presidente pensara, pues, en el momento de la apertura: «Ojalá la sesión que debe empezar ahora ya hubiera pasado. Antes preferiría cerrarla que abrirla». Cuando comenzó a hablar, es probable que este deseo no le fuera presente, conciente, pero sin duda había estado presente y consiguió abrirse paso, contra el propósito del hablante, en su aparente error. En esta oscilación nuestra, entre dos explicaciones tan diversas, difícilmente pueda decidir un caso aislado. Pero, ¿y si todos los otros casos de desliz en el habla admitieran un mismo esclarecimiento, como así también los parecidos errores en la escritura, la lectura, la audición y el trastrocar las cosas confundido? ¿Y si en todos estos casos -en verdad, sin excepción- se pudiera rastrear un acto psíquico, un pensamiento, un deseo, un propósito, capaz de justificar el supuesto error, y este fuera inconciente en el momento en que exteriorizó su efecto, aunque hubiera podido ser conciente antes? Entonces, en realidad, ya no se podría cuestionar que existen actos psíquicos que son inconcientes, más aún, que pueden devenir activos en el intervalo en que son inconcientes, y en ese intervalo son aun capaces de vencer a unos propósitos concientes. El individuo mismo se puede comportar de diversos modos ante semejante operación fallida. Puede ignorarla por completo, o reparar él mismo en ella; quedar turbado, avergonzarse de ella. Pero, en general, no es capaz de hallar por sí mismo la explicación del error; para ello ha menester de una ayuda, y a menudo se revuelve, al menos por un rato, contra la solución que se le comunica.

Y en tercer lugar: en personas hipnotizadas se puede demostrar experimentalmente que existen actos psíquicos inconcientes, y que la condición de conciente no es indispensable para la actividad [psíquica]. Quien haya asistido a un experimento tal habrá recibido una impresión inolvidable y adquirido una inconmovible convicción. Sucede más o menos así: El médico entra en la habitación de los enfermos en el hospital, deja su paraguas en un rincón, pone en estado de hipnosis a uno de los pacientes, y le dice: «Ahora yo me retiro; cuando regrese, usted me saldrá al encuentro con el paraguas abierto, y lo sostendrá sobre mi cabeza». Tras ello, médico y acompañante abandonan la habitación. Tan pronto regresan, el enfermo ahora despierto realiza justamente aquello que se le ordenó en la hipnosis. El médico le increpa: «¿Pero qué hace usted?. ¿Qué sentido tiene esto?». El paciente queda evidentemente turbado, balbucea algo así como: «Sólo pensé, doctor, que llovía afuera, y entonces usted abriría el paraguas antes de salir de la habitación». Un subterfugio a todas luces insuficiente, inventado en el momento para motivar de algún modo su comportamiento sin sentido. Pero para los espectadores es claro que él no tiene noticia de su motivo real y efectivo. Nosotros lo conocemos, pues estábamos presentes cuando éI recibió la sugestión que ahora ha obedecido, si bien nada sabe de su existencia dentro de él (er nota).

Ahora consideramos tramitada la pregunta por la relación de lo conciente con lo psíquico: la conciencia es sólo una cualidad (propiedad) -inconstante, por lo demás- de lo psíquico. Todavía tenemos que defendernos de una objeción. Ella nos dice que, a pesar de los hechos mencionados, no es necesario resignar la identidad de lo conciente con lo psíquico. Y que los llamados procesos psíquicos inconcientes serían, justamente, los procesos orgánicos paralelos de lo anímico, hace mucho admitidos. Es verdad que esto reduciría nuestro problema a una cuestión de definición en apariencia indiferente. He aquí nuestra respuesta: Sería injustificado, y muy inadecuado, destruir la unidad de la vida anímica en aras de una definición, cuando nosotros vemos, al contrario, que la conciencia sólo puede brindarnos unas series incompletas y lagunosas de fenómenos. Y, por otra parte, difícilmente se deba al azar que sólo tras el cambio en la definición de lo psíquico se volviera posible crear una teoría abarcadora y coherente de la vida anímica.

No es lícito creer, además, que esta otra concepción de lo psíquico sea una innovación debida al psicoanálisis. Un filósofo alemán, Theodor Lipps, ha proclamado de manera tajante que lo psíquico es en sí inconciente, que lo inconciente es lo psíquico genuino. Hacía mucho tiempo que el concepto de lo inconciente golpeaba a las puertas de la psicología para ser admitido. Filosofía y literatura jugaron con él harto a menudo, pero la ciencia no sabía emplearlo. El psicoanálisis se ha apoderado de este concepto, lo ha tomado en serio, lo ha llenado con un contenido nuevo. Sus investigaciones dieron noticia sobre unos caracteres hasta hoy insospechados de lo psíquico inconciente, descubrieron algunas de las leyes que lo gobiernan. Pero con todo ello no se dice que la cualidad de la condición de conciente haya perdido su significatividad para nosotros. Sigue siendo la única luz que nos alumbra y guía en la oscuridad de la vida anímica. A consecuencia de la naturaleza particular de nuestro discernimiento, nuestro trabajo científico en la psicología consistirá en traducir procesos inconcientes a procesos concientes, y de tal modo llenar las lagunas de la percepción conciente. (...)





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