octubre de 2019
LA HOMOSEXUALIDAD NO EXISTE
Alberto Weigle
psiquiatra pediátrico
psicoanalista
Le rogamos
al lector que desista ya de leer este artículo si no está dispuesto a
enfrentarse con un texto de teoría psicológica y lingüística pura y dura lo que
significa dejar a un lado lo que corresponde a moral, derechos, libertad de
elección, políticas, reivindicaciones - y otras implicancias del tema que se me
puedan escapar - que son todas harinas de otros costales. Pero la teoría, si es
fecunda, tendrá consecuencias sobre todos estos aspectos.
Lo
primero que vamos a abordar es una cuestión de definiciones. Si no nos ponemos
de acuerdo sobre el significado de los términos que usamos, terminamos en
discusiones totalmente inútiles.
Veamos
entonces homosexual: es palabra compuesta,
homo (igual) sexo, del mismo sexo. Cualquiera puede inferir que se refiere a la persona que busca relacionarse sexualmente
con una persona de su mismo sexo.
Ésta sería la versión standard que se usa habitualmente para referirse al tema,
sin apercibirse de las complejidades que encierra.
Empecemos
por ver con lupa la palabra sexo;
aquí es tomada claramente en dos sentidos muy diferentes:
Ø si decimos relacionarse sexualmente estamos claramente aludiendo a una
viejísima función biológica que se puede detectar hasta en los seres
unicelulares, que cumple el objetivo de mantener la especie y, más allá de eso,
a través de los mecanismos de mutación y selección viene a explicar la
evolución de las especies hasta nosotros los humanos, como brillantemente nos
lo demostró Darwin. Al ser necesaria la unión de los dos gametos - XX + XY -
para llevarse a cabo el proceso, la biología se vale entonces del atractivo para unir a los individuos portadores
de esos gametos. Ese atractivo, en nuestra especie, lo conocemos bien, aparece
con toda su intensidad en la adolescencia y dura casi toda la vida, apagándose
lentamente en la vejez más tardía.
No
entraremos en detalle sobre semejanzas y diferencias entre varón y mujer de
dicha función, pero diremos que, para ambos, se refiere a todas aquellas
acciones y sensaciones que, a partir de estimulaciones específicas generadoras
del deseo sexual, se organizan con la meta de la descarga placentera bajo la
forma del orgasmo o sus equivalentes. Estas acciones se llevan a cabo a través
de la cópula macho/hembra que cumple con la finalidad biológica imprescindible
para mantener la especie.
Pero existen,
para los humanos, finalidades alternativas de enorme importancia que
mencionaremos luego y
entre
tanto agreguemos dos aspectos importantes que caracterizan a la función sexual:
-
es
una función que puede ser aplazada indefinidamente pues su ausencia no acarrea
ningún riesgo de vida para el soma individual. Para que se cumpla - y salvar así
a la especie - la programación genética le ha adjudicado el mayor monto posible
de placer, a través de los centros de recompensa cerebrales. Otras funciones pueden
ser aplazadas, como la alimentación p. ej., pero no indefinidamente, por lo que
su carga placentera es sensiblemente menor.
-
es
una función que tiene una peculiaridad única: no es individual sino necesita del
vínculo entre individuos – o sea: indivisos
- para su cabal realización. Usamos, entonces, la expresión relacionarse para la necesidad que haya
otra persona. No es, pues, una función individual, incluso en la auto
estimulación donde, lo más a menudo, juega un papel esencial la fantasía con un
otro imaginado; más raramente sólo se acude a la estimulación mecánica sin
imágenes. Este tema del vínculo ha dado lugar a extensísimos desarrollos y
sobre él volveremos luego.
-
Ø si decimos mismo sexo usamos la palabra sexo
con un sentido totalmente diferente: ya no es más referida a una función con un
supuesto elevado monto de placer sino referida a una diferencia esencial que
divide a los individuos de las especies en general: la diferencia entre hembra (latín:
fémina) y macho (latín: másculo). Pasamos de la función a la identidad. Preguntamos ¿es justo mantener esta homonimia de la
palabra sexo que da lugar a
innumerables confusiones? Nos negamos enfáticamente a mantener ese equívoco y
pasamos a usar sistemáticamente la palabra género
para referirnos a la diferente identidad masculina-femenina.[1]
Pero el
asunto no es sencillo porque hay otro uso de género donde las cosas vuelven a enredarse. Veamos esto:
“El Diccionario Panhispánico de Dudas asegura que “las palabras tienen género (y no sexo),
mientras que los seres vivos tienen sexo (y no género)” (Google)
Esto se
corresponde con el uso de sexo como diferencia y no como actividad. Actividad supuesta
placentera, aunque muchos dirían que no tanto, o que no en absoluto, o que lo
contrario, pues es una actividad que se presta para múltiples usos; si no, que
lo digan l@s trabajador@s sexuales.
Ampliando
el tema del sexo como actividad placentera podemos observarlo como:
1.
oficio
y fuente laboral - “el oficio más antiguo de la humanidad” - tanto para mujeres
como para varones
2.
actividad
comercial: la venta de pornografía en todas sus formas; también se ve en la
promoción de cualquier producto que, muy a menudo, se reviste del atractivo
erótico para lograr su fin
3.
actividad
adictiva, cumpliendo las funciones de toda adicción, o sea, atenuar el sufrir
psíquico en sus variadas formas (ansiedad, depresión, exaltación, ira)[2]
4.
actividad
recreativa que toma mil formas de acuerdo al ingenio y la creatividad de sus
participantes (y que no debería ser juzgada – como lo es a menudo - mientras se respeten los consentimientos)
5.
complemento
del amor. En este sentido podemos decir que amor y sexo se potencian el uno al
otro siendo ambos componentes del amor romántico - que idealiza a la otra
persona - o del amor entrañable, que es ese amor inamovible, implícito y que se
evidencia especialmente cuando amenaza perderse [3]
6.
al
servicio del odio y no del amor. Allí están los sádicos, los violadores, los
torturadores, los abusadores, los pedófilos, es decir, la maldad bajo la forma
de actividad sexual
7.
al
servicio de la reproducción. Es la forma original de la función que, por
supuesto, se cumple ampliamente para asegurar la sobrevivencia de la especie, más
allá de la intención de quien la ejecuta.
Pensamos
que bastan estos ejemplos de uso de la función para señalar su enorme difusión
e importancia en la conducta humana, lo que llegó a impresionar de tal modo a
Freud que pensó que era el primum movens
del drama humano. Tal es así que no distinguió entre sexo como función y sexo
como diferencia (es decir, género) y a todo le llamó SEXO contribuyendo a una
confusión de definiciones que se mantiene fuertemente hoy día en los medios
académicos psicoanalíticos más ortodoxos.
Otra
observación: una función de tal magnitud y repercusión en el transcurrir de la
vida humana será inexorablemente sometida a su regulación por leyes, normas,
usos y costumbres que abarcan desde el control del pudor más nimio a las condenas
y castigos más rigurosos. Pasa a ser la función humana con mayor monto, por
lejos, de regulaciones de todo tipo.
Volviendo
al tema del sexo como diferencia – es decir, al género – no podemos ponernos de
acuerdo con el diccionario panhispánico
de dudas pues no analiza en profundidad el asunto y nuevamente usa sexo para referirse, no a la función
placentera de cópula, sino a la clasificación – macho/hembra - de los seres
vivos, indicando ex-profeso no usar género para ese fin (¡qué lío!).
Recapitulando:
v SEXO = término usado para señalar una función
destinada a la conservación de las especies, programada genéticamente, con
características peculiares para cada especie. La cultura humana no puede, ni
generarla ni suprimirla, aunque puede, como ya vimos, aplicarle diversos usos,
además del específico.
v GÉNERO = término usado con un criterio
clasificatorio que se aplica a muchos temas que no necesitamos detallar
(numerosas cosas son de diverso género). A nosotros nos interesa cuando se
aplica para clasificar femenino/masculino, tanto a las palabras como a los
seres vivos. En las palabras, además se agrega el neutro que es poco usado en español,
pero mucho en otros idiomas (inglés, por ejemplo). No nos ocupa ese tema de las
palabras y nos parece insensato modificar el idioma para atenuar el machismo
cultural pues son dos cosas muy disímiles.
Pero en los seres vivos tenemos dos usos
de la palabra género:
- género biológico: es una clasificación nítida. Si excluimos a los casos
de inter-género que pertenecen a la patología genética u hormonal (con una
incidencia escasa de 0,01%), todos los individuos de cualquier especie pueden
clasificarse como femeninos o masculinos. Todas sus células serán distintas
pues unas serán XX y otras XY. Éste es el género que en todos lados se nombra
como sexo (formularios, documentos,
fichas, cualquier referencia identificatoria de las personas; también, sexo
femenino, sexo masculino, sexo débil, etc., etc.) ¿Cómo hacer para aclarar y
modificar semejante entuerto?
- género
cultural: aquí viene el
tema, el gran tema, el profundo, oscuro y tergiversado tema que intentaremos ampliar
en lo que sigue.
****
La
cultura, nuestra cultura humana, nace con el gran desarrollo del neo córtex y la
consecuente aparición de la función semiótica, hace quizás 100.000 años. A
partir de allí y gracias a la continua acumulación por transmisión inter
generacional, la cultura se ha transformado en una enorme herencia por fuera de
los genes, cosa que nos distingue del resto de las especies. Es en ese sentido
amplio que tomaré la noción de cultura, implicando todo lo adquirido en la
historia de la humanidad.
Pues
bien, esa cultura, entre sus tantas e importantísimas funciones, cumple una que
es crucial: generar, preservar y
armonizar la identidad de cada persona, la que pasará así a insertarse en
el universo de todas las demás personas.
El tema
es éste: ¿quién soy? ¿quiénes son los demás? ¿cómo nos reconocemos mutuamente?
¿cómo hace la cultura para responderme esas interrogantes?
Pensemos
que, si no se genera esa identidad,
si no se preserva para que no se
borre y si no se armoniza con el
conjunto de todas las otras identidades, la cultura total se volatiliza.
Un
ejemplo: si el inter juego de identidades no está resuelto, ¿cómo identificar
al culpable? ¿o al pecador? ¿o al inocente? ¿se disuelve la moral? ¿se acaba la
justicia? ¿se derrumba la ética religiosa?
Otro
ejemplo: si queremos coordinar acciones para cualquier tarea conjunta ¿cómo
definir papeles y responsabilidades de los participantes si éstos no han sido
claramente identificados? Y así siguiendo…
Pues
bien, la cultura - es decir, nosotros - necesita imperiosamente identificar a
cualquiera de sus miembros y lo hace de múltiples formas: lo incluye en la red
pronominal de la lengua (yo, tú, él, ella…), o en las redes de parentesco
(padre, madre, hijo… nombre y apellido…), o en los grupos de pertenencia (patria,
profesión, oficio…), o en las clasificaciones de cualquier tipo
(personalidades, talentos, patologías…).
Y una
manera básica de identificarlo es definir su género femenino/masculino.
Pero,
estamos hablando de la identidad que otorga la cultura y ahora debo señalar un
punto fundamental en relación al objeto de estas meditaciones: la identidad
otorgada es sólo una pata de este proceso pues no basta con otorgarla; es
imprescindible que el identificado asuma ese otorgamiento.
La
identidad humana, entonces, se está formando y reformando continuamente en esa
franja de interacción entre lo que otorga
la cultura y lo que asume el sujeto.
Podemos
decir, por tanto, que el sujeto se apropia
de lo que le ofrece su entorno y así se va constituyendo como persona. Pero la
propiedad más importante para una persona es su propio cuerpo, el soma, sin el
cual no existe. Y allí, en ese cuerpo, radica la marca biológica ineludible de
su pertenencia a un género, sea femenino o masculino.
Pero el
afán identificatorio de la cultura sobre el género es muchísimo más intenso.
Para nada se contenta con la comprobación que le ofrece la biología. A todos nos
pasa que, enfrentados a algún ser humano cualquiera, inmediatamente queremos
saber a qué género pertenece y al no poder comprobarlo por la observación de
sus genitales - privilegio de los campos nudistas y de los pueblos de
costumbres muy primitivas - nos guiamos por los mil detalles que la cultura ha desarrollado
para definir el género. Si ese ser humano exhibe una serie de datos
contradictorios o ambiguos respecto a su identidad de género, nos despierta una
inquietud que no cesa hasta que definimos el tema (o nos damos por vencidos).[4]
¿Acaso no establecemos desde el nacimiento esa
distinción, con el rosado, el celeste u otros símbolos? Pues bien, esa
distinción se multiplica de una manera tan extensa que podemos decir que la
cultura imprime un carácter femenino o masculino a las formas de hablar,
caminar, bailar, saludar, comer, gesticular, etc. etc.
Un supuesto
intento de unificar los géneros como la moda
unisex - que debería llamarse unigender
- en realidad conduce a unificar para el lado masculino. No veo que se haya
unificado para el lado femenino y por lo tanto todos pasar a usar faldas,
gasas, puntillas, rostros maquillados, tacos alfiler.
Pero sí
se unificó para el lado masculino usando vaqueros, botas, camperas, camisas,
camisetas, gorras, dando a estos abalorios masculinos un sesgo femenino claro.
Siempre la maldita predominancia masculina: ¡sacame
de ahí al sexo débil! ¡mirá si voy a convertirme en una mujercita!
Decimos
que el niño de unos 2 años, cuando inaugura su función semiótica pasa a estar
inmerso en el baño de lenguaje que le proporciona su medio cultural. Esa
función, también llamada simbólica, está ya programada en su acervo genético y
es la que le permite hablar, jugar, dibujar, representar, etc. Pues bien, lo
mismo podemos decir del baño de identidad de género que también le ofrece la
cultura.
Cuando
están atravesando esa etapa de su desarrollo - que representa su primer acceso a
su status como persona - podemos decir que los niños son una esponja ávida de
integrar identificaciones que provienen de los semejantes que los rodean y
sostienen.
Freud
observó los comportamientos de estos niños muy pequeños y atribuyó las conductas
identificatorias con ambos géneros a una especie de bisexualidad básica. Analizando el caso de Juanito[5],
notó que el niño tenía conductas que podían corresponder a ambos géneros así
como momentos de “enamoramiento” del niño tanto de niñas como de niños. De allí
dedujo esa bisexualidad básica que luego maduraría a la mono sexualidad futura. Para eso aunó, sin percatarse de ello, tres
elementos que incluyó en el rubro sexualidad:
·
identidad de género (el tema del género aparece ya incluido
en el prefijo bi de la expresión
bisexualidad que alude a masculino-femenino)
·
libido: ésta viene a ser, para él, la energía de la pulsión sexual regida por el principio del placer y que nosotros
tipificamos como la función sexual de cópula, elevadamente placentera, esencial
para el mantenimiento de la especie pero que en los humanos tiene múltiples
usos, como ya enumeramos.
·
amor, que debemos diferenciar de sexo, como aclaramos en la nota nº 3
Asistimos
así a una unificación, bajo el rubro sexual,
de sexo, género y amor.[6]
Estamos aquí tocando el meollo del asunto
que nos ocupa. No deberíamos llamar homosexualidad a un tema que no tiene
que ver con la función sexual sino con la identidad de género.
En ese
período tan sensible, entre los dos y los cinco o seis años, está tomando forma
un nuevo ser humano, y adquiere, no sólo la lengua (sabemos que puede aprender hasta
veinte palabras nuevas cada día), sino muchos otros aspectos que le ofrece su
medio y que, conjuntamente con los aportes de su herencia genética, pasarán a
formar parte de su status como persona.
Ese
niño, entonces, enfrentado a la oferta identificatoria que le otorga de forma
profusa el medio humano que lo rodea, pasará a asumir e integrar de manera
variada numerosos caracteres entre los que se hallan, por supuesto los rasgos
que la cultura define como femeninos o masculinos.
Si
queremos determinar los patrones que rigen ese proceso identificatorio nos
encontramos con un serio problema pues dichos patrones son profundamente
ignorados por nuestra ciencia actual.
En principio,
podemos decir que ese proceso es completamente automático. No decimos inconciente
porque el inconciente freudiano es un concepto totalmente distinto que no es
del caso definir aquí. Decimos solamente “automático”
como lo son la inmensa mayoría de las complejísimas funciones que realiza el
sistema nervioso sin que podamos tener el más mínimo dominio sobre ellas.
Pues
bien, esa enorme nueva función que debe llevar a cabo nuestro sistema nervioso
que es, nada más y nada menos, que la constitución de una identidad, de una
persona (propiedad exclusiva de los humanos) es, por supuesto, totalmente
automática. Dentro de esta función pasarán a organizarse, de alguna manera, ambos rasgos femeninos/masculinos que
ofrece la cultura.
Al no
tener el niño, desde su auto-conciencia en formación, dominio alguno sobre
dichos complejos procesos, mal puede decirse que elige su destino
identificatorio de género. En realidad, no
elige, es elegido.
Lo
mismo ocurre con muchas otras características de esa futura personalidad que se
está fraguando. Incluso podríamos decir que toda esta circunstancia de
formación identificatoria de la personalidad, que es restallante a esta
temprana edad, durará toda nuestra vida, con momentos álgidos, como en la
adolescencia y en otros avatares destacados de la vida, y con períodos más
estables, pero nunca fijos totalmente. El dominio conciente que podemos tener
sobre estos procesos es muy escaso. No
elegimos, somos elegidos.
La
pregunta es ésta: ¿por qué tiene tanta importancia la identidad de género en
comparación con otros caracteres identitarios? Por supuesto que, como dijimos,
un niño adquiere, por identificación con las personas que lo rodean, diversos caracteres
que, unidos al temperamento que le llega por sus genes, irán conformando su
personalidad. Vemos con naturalidad el desarrollo de todo este proceso, que
será peculiar para cado niño, y lo respetamos, pues es algo totalmente
esperable.
Pero no
es esperable que le ocurra lo que es descrito en el manual clasificatorio (DSM
5) como disforia de género (gender dysphoria, expresión creada por
John Money, ver en Wikipedia) es
decir que la persona - en la niñez o luego - sienta un claro malestar por
poseer genitales de un género biológico diferente del género cultural con el
que se está identificando.
Tomamos
como ejemplo a los niños portadores de esa disforia porque en ellos es
restallante la diferencia en relación a los adolescentes o adultos con la misma disforia.
En los niños, sólo muy embrionariamente se ha desarrollado el potente atractivo
erótico que va a aparecer en la pubertad bajo la forma de una función
copulativa intensamente placentera que, como ya dijimos, así asegura su
cumplimiento en beneficio de la especie.
Es
cierto que los niños descubren la fina sensibilidad de sus genitales cuando éstos
son estimulados y eso tiene un cierto atractivo y un cierto uso, pues esta
estimulación genital, que no se acompaña de fantasías eróticas, tiene un efecto
que mitiga la ansiedad por su leve carga placentera, cosa que también
aprovechan los abusadores sexuales. Pero esto está muy lejos de la completa
función sexual que aparece con la maduración hormonal.
Quiero señalar acá que, en
los niños con disforia de género, incluso con sólo 3 o 4 años, hay una neta
separación entre el tema del rechazo a su género biológico y el tema del placer
sexual pues está apenas insinuado a esa edad y no toma la forma de un atractivo erótico hacia personas de su misma
anatomía.
En
ellos, podemos ver con claridad meridiana la diferencia entre atractivo sexual
e identidad de género cultural, siendo esta última de una importancia crucial
para la conformación de la personita que se está generando por primera vez en
él.
La
única respuesta que se nos ocurre al por qué de la importancia de la identidad
de género en nuestra especie es su relación, pensamos, con la magnitud enorme
de consecuencias que se derivan del reconocimiento mutuo de dicha identidad. Y
subrayamos reconocimiento mutuo
porque buscamos no sólo reconocer con precisión el género de cualquier persona que
se nos presente (como ya dijimos) sino, del mismo modo, buscamos ser
reconocidos por nuestros semejantes con la identidad de género que se ha plasmado en nosotros.
Y con lo
de plasmado queremos decir dos cosas:
o
primero,
plasmado significa que adquirir la
identidad es un proceso automático, es decir, se produce sin que podamos
intervenir para modificarlo: ni actuando sobre nosotros mismos, ni actuando
sobre otra persona. Por supuesto que este automatismo no es exclusivo para la
identidad de género, sino que es lo habitual para todos los procesos
identificatorios con que se construye nuestra personalidad. Sin embargo, la
humanidad se ha encargado - y lo sigue haciendo - de censurar y condenar de mil
maneras, incluso terribles, tanto las identidades como los atractivos eróticos que
no se ajusten al binarismo normativo masculino/femenino, sin tener en cuenta
que, para estas mal llamadas “elecciones”, no interviene para nada una decisión
voluntaria.[7]
Erradicar esa “moral binaria” es un
objetivo irrenunciable, pero acá más bien nos preguntamos por qué la humanidad
se ha ensañado de esa manera con la identidad de género cuando se aparta de
dicho binarismo.
Este ensañamiento es muy variable en las
distintas épocas y en los distintos pueblos, pero igualmente podemos ensayar
algunas – y escuálidas - hipótesis explicativas:
- para casi todas las religiones es
atentar contra la creación de la familia, la fecundidad, el orden y la rectitud
en los vínculos eróticos, etc., etc.
- para el mundo masculino
es inadmisible ser marica porque, por
lo menos, es aceptar una debilidad ante cualquier enfrentamiento, sea en la
guerra, en el fútbol o en cualquier otro: ¡hay
que poner huevos!
- para el mundo femenino ser
marimacho es algo así como la
negación de la feminidad que debe ser delicada, sensible, maternal, etc.
o
segundo,
plasmado significa que esa identidad no se expresa
claramente como femenino/masculino,
sino que adopta variadas formas intermedias (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Trans
y sus ampliaciones: LGBTQ+). Es necesario insistir sobre una situación que sólo
se da en la especie humana. Las otras especies no pueden tener variantes de
identidad de género al estilo humano simplemente porque en ellas no existe nada
que se iguale a la nueva estructura psíquica que exhiben los humanos: entre
esos otros seres no está la estructura persona,
pues carecen, en sus cerebros, de la función semiótica imprescindible para
generarla. Los que afirman que la “homosexualidad” se observa en muchas especies,
en realidad se refieren a repuestas eróticas producidas por variados estímulos
aplicados a algún individuo de dichas especies, pero eso es muy distinto a las
identidades de género y sus adaptaciones eróticas.
Importa destacar que las características femeninas y/o masculinas que
proporciona la cultura son asumidas por cada una de las personas en distintas
proporciones.
Así, en algún varón se pueden
plasmar 98% de rasgos masculinos y 2% de femeninos convirtiéndose en un
“súper-macho” que en absoluto puede entender a las mujeres (misteriosas,
idealizadas, amenazantes, terribles, brujas, lujuriosas y otras lindezas).
Lo mismo vale, pero a la inversa, para alguna
mujer.
Proporciones menos extremas corresponden a la inmensa mayoría de las
personas que se clasifican como heterosexuales y que mejor sería llamarlas “homogenéricas” (o simplemente “homogéneas”) porque en ellas están
igualados el género biológico con el social/cultural, así como llamar “heterogenéricas” (o simplemente “heterogéneas”) y no homosexuales a las
personas en quienes no coinciden esos géneros.[8]
Pero quitar la palabra “sexual” de toda la inmensidad de lugares en que es
usada, no como actividad sino como identidad parece una tarea ímproba.
Igualmente creo que vale la pena intentarlo para que todos en el mundo pasen
a distinguir claramente entre género
como identidad y sexo como una actividad
que se rinde ante la identidad y por
eso llega a cambiar su direccionamiento habitual hacia el otro género biológico.
Para comenzar esa tarea de distinción de términos coloqué como título
provocador la homosexualidad no existe.
En realidad, el título exacto sería: a las
personas homosexuales mejor llamarlas heterogenéricas (o heterogéneas), pero es un título incomprensible antes de leer el artículo.
Este cambio de denominación conduce a hacer a un lado la actividad sexual
de la persona y a distinguir solamente su característica identitaria que es intangible, es decir, no puede, ni debe, ser tocada.
*****
Queremos abundar un poco más sobre sobre esos tres
grandes temas, estrechamente vinculados, que hemos estado abordando:
ü la
identidad cultural de género: claramente diferenciada de la identidad biológica de género
ü la actividad sexual placentera: el erotismo, esa poderosa actividad
recreativa, esa función que cuenta con la mayor carga de recompensa en nuestro
sistema nervioso
ü el
tema del amor ese complejo
tema del que ya no podemos decir que es simplemente “sexual”
Si bien,
en nuestra función como psicoterapeutas y debido al largo tiempo que dedicamos
al trabajo con cada persona, la casuística que podemos reunir no es muy
extensa, lo que perdemos en número lo ganamos en la profundización, en el
detallismo y en la observación de los cambios que sobrevienen a lo largo de la
evolución de cada caso abordado.
Lo que
he podido observar durante largos años de dicha actividad psicoterapéutica con
toda clase de personas, desde niños muy pequeños, pasando por adolescentes y
luego adultos de todas las edades me ha proporcionado una visión multifacética
de estos temas. Para aclarar lo de multifacética voy a ejemplificar a partir de
la experiencia adquirida, pero sin referirme a casos concretos sino más bien
mostrando algunas ideas que surgen de dicha experiencia.
A.
Es a
partir del trabajo con niños que me he encontrado con variadas situaciones que
desbordan claramente lo definido como disforia de género en el DSM 5. Me atrevo
a decir que la gran mayoría de niños y niñas que presentan claros caracteres de
identidad de género cultural no acordes con su género biológico no sienten un
desagrado notorio (disforia) por ese motivo. Es decir que no están deseando
cambiar su género biológico para corregir así su descontento. Viven
tranquilamente esa identidad que están asumiendo mientras - y aquí viene lo
importante – el medio humano que los rodea y que le ofrece los rasgos
identitarios de ambos géneros, acepte y tolere también tranquilamente el
proceso identificatorio que está ocurriendo.
Pero raramente las cosas transcurren
tranquilamente. Lo más a menudo, ese entorno humano va a exigirle a esa niña o
a ese niño que acepte su género biológico y se comporte de acuerdo a él.
Esas exigencias, esos reproches, esas burlas, esos
castigos - incluso físicos- vienen de todo el ambiente vital del niño/a y son
tanto más graves cuanto más próxima afectivamente sea la persona que los
manifiesta.
¿Qué puede hacer un niño/a frente a esta situación
que está viviendo? Pensemos que no puede hacer nada para modificar esa
instalación automática en su persona de su identidad de género, identidad con
la que, además, se siente en sintonía.
Es como si se dijera: “YO soy éste (o ésta);
si mi cuerpo no concuerda, cambiemos el cuerpo”[9]
Podemos pensar también que, en lugar de cambiar el
cuerpo, intentemos cambiar esa identidad de género cultural (ese YO) a través
de intervenciones psicoterapéuticas en la niñez temprana.
Pues bien, mi dura experiencia de intentarlo como
terapeuta de niños, así como la experiencia recogida por muchos otros colegas y
por los relatos de psicoterapias de la niñez de numerosas personas adultas, me
han llevado al convencimiento de que estamos muy lejos de obtener algún
resultado positivo para ese cambio (no conozco excepciones). O sea que, por
ahora, es tal cual dijimos: “la
característica identitaria de género es intangible, no puede ni debe ser
tocada”.
Por otra parte, en la niñez, de los tres temas en
análisis (género, sexo y amor), se destaca claramente el tema del género; el
sexo intenso aún no aparece y el amor es sólo amor entrañable que los niños, a
veces, tildan como “enamoramiento” al modo de los adultos, pero sin saber bien de
qué se trata pues no lo han experimentado aún.
B.
En etapas
posteriores a la niñez, destaquemos:
Ø primero, las innúmeras
identidades culturales de género que se van decantando durante la adolescencia
y, más allá de ella, en la adultez temprana o incluso en la plena adultez.
El
esfuerzo para agrupar (LGTBQI+) en diversas clases esa enorme variedad, obedece
más bien a la necesidad de las personas de sentirse protegidas y defendidas por
la pertenencia a cierto grupo a lo que se suma el rechazo a que se les atribuya
pertenencia a grupos muy disímiles comparados con su perfil identitario
particular.
Opino
que cada persona tiene su perfil y lo más común es poseer características de
más de un grupo. Estas clasificaciones – ocurre lo mismo en la clasificación de
personalidades y en muchas otras – deben ser tomadas como lo que son: una
simple aproximación a un tema muy complejo que la humanidad está lejos de
dilucidar. Sirven sólo a los efectos de profundizar en dicho tema, pero de
ninguna manera deben considerarse como absolutas.[10]
Pero,
incluso dentro del binarismo normativo femenino/masculino, encontramos
innúmeras combinaciones como, p. ej., las mujeres “viriles”, los varones “afectados”
etc., personas en quienes no se ha producido la reorientación del atractivo
erótico hacia su mismo género biológico pero su género cultural aparece como, por
lo menos, impreciso.
Incluso, un número no menor
de personas reducirán al mínimo voluntariamente el ejercicio de su función erótica para
dedicarse a pleno a otras actividades y evitar así la
problemática social de dicho ejercicio.
.
Ø Estamos ya en el segundo gran tema, la actividad sexual placentera que, gracias a la
notable plasticidad y creatividad de los humanos, puede desarrollarse de forma
plena y satisfactoria en todas las personas, independientemente de su identidad
de género.
Pero nos
quedan enormes interrogantes que necesitan investigación, referidas al cuándo,
al cómo y en qué medida se producen esas adaptaciones del placer sexual a las
variantes de las identidades culturales de género.
Los
atractivos eróticos, incluyendo los actos de cortejo, se establecieron en la filogenia para asegurar la cópula
y, por ende, la sobrevivencia de la especie, estando ya instalados en nuestra
herencia genética.
Y al
hablar de cortejo nos referimos, p. ej., a las conductas exhibicionistas de la hembra humana (hablando en términos
biológicos) en articulación con las conductas voyeristas del macho humano, aspectos que ya señalaba S. Freud. La
predominancia visual en nuestra especie marca un rasgo diferente a la mayoría
de las especies mamíferas pues en ellas predomina la atracción olfatoria del
macho en consonancia con los efluvios de la hembra en celo. En las aves, a la
inversa de los humanos, predominan las conductas exhibicionistas en los machos
y las voyeristas en las hembras.
Si
queremos un ejemplo más vinculado al desarrollo cultural de los humanos,
consideremos el fino cortejo en el llamado amor
cortés, de uso por la nobleza en la edad media y que, en cierta medida, aún
hoy sigue vigente. Pues bien, pueden verse cambios en las conductas de cortejo
en las personas heterogenéricas (es
decir, homosexuales) en su necesaria adaptación a las variantes de género, como
ya dijimos.
Entonces,
podemos afirmar con contundencia que las
conductas eróticas se ponen al servicio de las diversas identidades culturales
de género y no a la inversa, mostrando así la enorme fuerza del factor identidad cultural por encima del factor erotismo
pues lleva, incluso, a la modificación de pautas genéticas.
Volvemos
a insistir en la producción automática de
estas conductas pues no interviene para nada la voluntad de las personas
involucradas. Lo único que la voluntad puede hacer es aceptar, estimular o inhibir estas conductas identificatorias y
eróticas.
Recurro
ahora a la imaginación del lector para que ponga frente a frente estos dos grupos
de datos:
ü por un lado, la enorme gama de distintas identidades
culturales de género que exhiben las personas, identidades que oscilan dentro
de los polos hembra/macho que marca la biología
ü por otro lado, la profusa variedad de actividades
recreativas eróticas que desarrolla la imaginación humana
La articulación
de estas conductas identificatorias y eróticas en cada persona da lugar, como
de hecho sucede, a una variedad inagotable de combinaciones posibles.
Creo
que deberíamos, entonces, abandonar toda pretensión clasificatoria de una
persona y respetar en cada caso, su complejo perfil propio. La clasificación,
como dijimos en nota 10, será sólo orientadora.
Y
subrayo de nuevo: las reglas culturales rígidas y “moralizantes” sobre estos
aspectos siempre han conducido a graves injusticias y severos maltratos.[11]
Ø Y, en tercer lugar, pero para nada
menor, está el tema del poderosísimo factor de unión de los seres humanos que
llamamos amor y que, en nuestro caso, lo referimos a la formación de la pareja
y el enamoramiento, a la formación de la familia y la crianza de hijos. Es
decir, a la creación de vínculos estables de convivencia, tan fundamentales
para la buena calidad de vida y la realización personal de cada uno.
La creación de estos
vínculos constituye un desafío para todas las personas, sean homo o heterogenéricas (hetero u homosexuales) pero para las personas heterogenéricas (homosexuales) los
desafíos son aún mayores por razones que cualquiera puede deducir y que
desbordan los alcances de esta nota.
Pues bien, la necesidad
imperiosa de crear estos vínculos afectivos genera otra enorme variable que se
agrega a las ya mencionadas identidad cultural de género y actividad sexual.
Entre las tres forman un
entramado de innúmeros matices que nos obligan a ser muy prudentes al observar
y analizar las conductas de cualquier persona, sabiendo que la ciencia está aún
lejos de comprender a cabalidad ese complejísimo campo al que llamamos vínculo
humano.
Para graficar este triple
entramado podemos servirnos del conocido emblema heráldico llamado nudo borromeo (ver Wikipedia) que mucho
usó J. Lacan con otros fines. Aquí nos sirve para indicar la fuerte interacción
de los tres elementos considerados, es decir, cómo interactúan y se potencian
mutuamente y que, cuando uno de ellos está fallante o ausente, los otros dos quedan
sueltos y pierden gran parte de su fuerza motivante.
vínculos afectivos estables
[1] Es tal el arraigo del uso de sexo para referirse al género
que, a pesar de nuestro empeño, a menudo nosotros mismos nos descubrimos en
falta. Un ejemplo, hasta cómico, de esa confusión podemos observarlo en la
traducción española de los criterios diagnósticos del trastorno disforia de género del manual de
diagnóstico psiquiátrico (DSM-5, pág. 452); la versión inglesa (gender dysphoria, misma pág.) siempre
usa allí género (gender) mientras que la española usa indistintamente género y sexo en una continua mezcla confusionante.
[2] Es necesario aclarar que la noción de adicción es tomada
en su modo más amplio. En ese sentido, las actividades adictivas son
universales y de todos los tiempos, como parte constitutiva de la naturaleza
humana: adicción al sexo, al trabajo, al coleccionismo, al deporte, a
muchísimas sustancias, a las competencias, etc., etc. Calificarlas luego como
favorables, dañinas o inocuas, es harina de otro costal.
[3] Como puede apreciarse distinguimos claramente entre amor entrañable
y sexo que no son la misma cosa, como sostenía Freud. El amor entrañable proviene
de la función de apego (attachment) que descubre J. Bowlby, función fundamental
para el cuidado de la cría en aves y mamíferos y que, en los humanos, dura toda
la vida. Amamos a nuestros seres próximos, a nuestras mascotas y ellas nos
aman. También se observan variados vínculos afectivos poderosos entre
individuos de especies distintas. Basta que tengan en su programación genética
la función de apego y se den las condiciones para su desarrollo.
[4] Esto me recuerda a un artefacto llamado taquitoscopio que
nos muestra una imagen durante tiempos brevísimos. Al principio no vemos nada
pero si aumentamos el tiempo de exposición empieza a aparecer la imagen todavía
indefinida. Si seguimos aumentando
ese tiempo se va definiendo cada vez más la imagen hasta un borde que nos
genera una notable inquietud hasta que por fin podemos identificarla y cesa la inquietud
(¡ah! ¡era eso!, nos decimos).
[6] A la luz de nuevos
conocimientos adquiridos (y aceptados; aunque no por todos), podemos decir que
la opinión de Freud se basa en una amplísima extensión del término sexualidad
que muchos ya no podemos aceptar pues no da cuenta de la gran complejidad que
supone el surgimiento y desarrollo de la persona humana durante la niñez.
Procesos como la función de apego, la función semiótica, la construcción
identitaria, la empatía, la génesis de la moral, etc., quedan fuera de la
motivación sexual casi exclusiva que sostiene Freud. Como sucede con tantos
investigadores y creadores que no se dan cuenta clara de cuál ha sido su mayor
mérito, Freud no captó que el suyo no fue la explicación pan-sexualista que tan
cara le era, sino sus impresionantes y profundos descubrimientos sobre los
modos de operar de la mente humana (inconciente, represión, proyección,
negación, formación reactiva, etc., etc.).
[7] En la Biblia, Antiguo Testamento, un versículo
del Levítico reza: «Si un hombre se acuesta con varón como hace con mujer,
ambos han cometido una abominación: morirán sin remedio, su sangre caerá sobre
ellos». Esto es muy antiguo, pero sigue tal cual en muchos lugares.
[8] Atendiendo a la etimología de estos términos podemos
resumir diciendo que homo (igual) y hetero (diferente) se unen con genus (género, raza, estirpe) para
formar esos dos conceptos opuestos
[9] Decisión trágica si se quiere porque ¿cómo hacer para
cambiar todas las células del cuerpo de XX a XY o viceversa? Y si sólo nos
atenemos a los genitales, debemos extirpar órganos de un género y fabricar falsos
órganos del otro, lo que constituye, no un cambio de género sino un disfraz en
el cuerpo a costa de mutilaciones irreversibles. Y ni hablar de la medicación
permanente para cambiar el perfil hormonal. Afirmar que es posible el cambio de
género biológico es simplemente un engaño o, como reza el dicho, tapar el sol
con un harnero.
[10] Para
este tipo de clasificaciones imprecisas Carlos Vaz Ferreira, en su Lógica viva, nos recomienda:
"En
estos casos, el espíritu humano puede tomar tres actitudes: dos malas, que son
las que quiero enseñarles a evitar,
y otra buena”. La
primera actitud mala, que es la más común, "es
tomar las clasificaciones vagas (fluctuantes,
apenumbradas) como si fueran clasificaciones precisas.”
La
segunda, que representa una reacción a la anterior, sería “concluir que las clasificaciones no sirven (…) Y la verdadera actitud
hacia esas clasificaciones es la siguiente: tomarlas como lo que son; a saber, como esquemas para pensar, para describir,
para enseñar y hasta para facilitar la observación (…) Lo que debo hacer es servirme de esta clasificación: manejarla sin dejar que ella
me maneje”
[11] Los ejemplos son infinitos. Sólo cito uno: Ayer nomás, en
1952, la “justicia” inglesa condenó a Alan Turing de 40 años a una castración
química por tener un vínculo sexual con un joven. Turing fue quien descifró los
mensajes alemanes en la segunda guerra mundial inventando nada menos que la
computadora. Alan se suicidó dos años después.
Pasados 55 años (2009) y a pedido de numerosas personas, el gobierno inglés
se disculpó considerando que el tratamiento de la justicia de la época fue “atroz”.
(Ver Wikipedia)
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