EL ENIGMÁTICO TABÚ DEL INCESTO
(y Gardel como anécdota)
Alberto Weigle
El acto incestuoso provoca habitualmente notable
repudio y censura y, además, es tan universal y antigua en la humanidad su
prohibición (o tabú) que debe haber motivaciones poderosas que la sustenten.
Se objetará que hay ejemplos de casamientos
incestuosos permitidos en diversos grupos humanos, pero estas excepciones son preestablecidas
por normas expresas, incluso obligatorias, y están fuertemente destinadas, no a
diluir esa prohibición sino a preservar privilegios de castas y de familias
poderosas dentro de sus comunidades. Pueden
verse, como ejemplo, las reglas estrictas de casamientos entre hermanos en la
clase noble de la cultura Inca precolombina.
Además, las excepciones reglamentadas de otras
culturas que conocemos se refieren exclusivamente a casamientos entre hermanos
y no de madres con hijos o padres con hijas. No conocemos culturas que permitan
estos últimos matrimonios y, que sepamos, nadie en absoluto defiende su
legalidad.
Hasta ahora no hemos encontrado explicaciones
científicas valederas a la comprobada universalidad del tabú por lo que intentaremos
ensayar alguna otra, partiendo de una muy simple definición de incesto:
Relaciones
sexuales de cualquier tipo,
consensuadas, entre parientes consanguíneos
Pues bien, el acento puesto en todas las
legislaciones es el control de las relaciones
sexuales; pero el parentesco es
tan inherente a la condición humana y se da tan por supuesto, que ha quedado
fuera de todo análisis. Sin embargo, es ese análisis el que interesa, pues
constituye una de las claves para entender el porqué de las prohibiciones o
impedimentos legales al incesto. Según Wikipedia “pariente” viene del latín parens ("progenitor") y este de parire ("engendrar"). De modo que es el núcleo “progenitores
e hijos” quien genera las relaciones de parentesco en los humanos y funda la
institución universal “familia”.
En cuanto a consensuadas
refiere a la necesidad de consentimiento mutuo y, por tanto, se descartan los
casos de violación o abuso, así como la minoridad o discapacidad de los participantes,
situaciones que se guían por otras normas y donde el parentesco puede existir o
no.
Y respecto a la prohibición (tabú) hay consenso
entre los investigadores, no sólo sobre su universalidad sino sobre su
antigüedad. Existe desde que podemos rastrearla en los datos históricos y
arqueológicos. Se piensa, incluso, que podría ser una prohibición fundante de
la sociedad y la cultura humanas. Deducción: los factores que la generaron
deben continuar operando hoy día, pero puede suponerse que son factores tan
básicos y elementales que pasan a ser invisibles. Es posible, pues, hipotetizar
sobre algunos de esos factores invisibles.
Antes que nada, es necesario destacar (como lo
señalan varios autores, aunque sólo al pasar y no como fundamento) que la
prohibición apunta a reglamentar la unión sexual pero no por ella misma sino para evitar sus consecuencias, es decir la
fecundación y el consiguiente nacimiento de un nuevo ser que pasa a integrar la
comunidad humana. Son tantos los millones de nacimientos diarios que
difícilmente se nos ocurre pensar que cada nacimiento siempre produce una verdadera revolución en su entorno, sea en la
familia más humilde como en una comunidad entera (v. gr. el delfín en una monarquía;
o el niño Jesús).
Son varios los argumentos que se encuentran en la
literatura científica hasta ahora para explicar esta prohibición universal y sólo
mencionaremos los más corrientes:
1.
promover
la circulación de mujeres y evitar así el enclaustramiento
dentro de sus comunidades (Claude Lévi-Strauss)[1] Las mujeres, entonces, se usan como objetos
de cambio entre grupos, argumento patriarcal ya inaceptable en nuestra época.
2.
eludir
la patología hereditaria al sumarse genes patógenos entre parientes cercanos (varios
autores)[2]
¿Cómo el homo sapiens iba a saber de esa compleja patología genética (que se
presenta sólo a veces) hace decenas de miles de años y evitarla con el tabú?
3.
evitar
el parricidio de los hijos varones al disputar con el padre por la posesión erótica
de la madre. En la pretérita época de la horda salvaje humana quizás
esa prohibición ya funcionara, pero hoy no puede sostenerse que esté integrada para
siempre en nuestro programa genético, como pensaba S. Freud[3].
Estos argumentos
no pueden asociarse entre sí pues son excluyentes y ninguno de ellos, hasta
ahora, ha satisfecho a la comunidad científica para explicar el tabú, como bien
lo señala Robin Fox[4].
Intentaremos, pues, asociar por lo menos tres conocidos factores, éstos sí compatibles y que, al actuar reunidos, adquieren enorme fuerza normativa:
a) La preservación de la arquitectura humana de parentesco
b) La distribución
de roles dentro del grupo FAMILIAR primario (progenitores más hijos)
c) Los poderosos vínculos afectivos entre los miembros de dicho grupo
El
factor a) indica los parentescos
dentro de la familia y parece un
factor imprescindible pues define quién
es quién en todos los grupos humanos conocidos, sean actuales o pasados, sean
primitivos o avanzados culturalmente. Tomemos como ejemplo una anécdota
incestuosa conocida:
Declara el famoso cantante Carlos Gardel sobre su
origen: nací en Tacuarembó y mis padres
son Carlos y María. Ya hasta los porteños admiten el auténtico origen de
Gardel, probado por numerosas investigaciones y testimonios. Pero, ¿quiénes son
Carlos y María?: Carlos Escayola, de familia pudiente, apuesto veinteañero de fines del siglo XIX en
la ciudad de Tacuarembó (un Casanova de la época), tiene amoríos con su hermosa
vecina, Juana Sghirla de Oliva (casada), también de familia pudiente, 15 años mayor que él y que ya tenía
varios hijos. De ese vínculo carnal nace la última hija de Juana, origen que,
por supuesto, se oculta y aparece falsamente como hija legítima del matrimonio
de Juana y se la inscribe como María Lelia Oliva Sghirla, siendo el padrino de
bautismo ¡Carlos Escayola! su biológico progenitor. La cosa no termina ahí porque María Lelia
crece y, a sus 17 años, Escayola (su progenitor y padrino, que ya se había casado
con la hermana mayor de María Lelia y enviudado luego de ella) tiene vínculo
carnal oculto con María adolescente y de esa unión nace ¡Carlos Gardel! cuyo
origen es también ocultado y se lo envía a Buenos Aires con Marie Gardés
empleada doméstica que pasa a ser su madre adoptiva. El tema sigue porque
Escayola vuelve a enviudar y termina casándose con María, con quien tiene
varios hijos más, siendo éstos incestuosos, pero legítimos para la ley. Todo
normal; basta mentir y ocultar para que todo esté en regla frente a la ley
humana. Pero era necesario ocultar el origen de Gardel porque si no, debería
llamarse Escayola y vendría a ser hijo de María y a la vez su hermano. Y,
además, hijo y nieto a un tiempo de Escayola.
Si se continúan los vínculos incestuosos con nuevos nacimientos en esa familia (y
si se permite esto a todas las familias) se derrumbaría, en pocas generaciones,
toda la arquitectura humana de
parentesco (como dicen Les Luthiers en su conocida canción Edipo de Tebas, “Yocasta es abuela de sus
propios hijos”). Parecería éste, un argumento sólido para que en todos los
grupos humanos no se permita el casamiento entre progenitores e hijos y así bloquear
la descendencia de esas uniones. Es lo que ocurre en la realidad y, repetimos, no
conocemos culturas, actuales o pretéritas, que lo permitan.
Debemos señalar acá, con total énfasis, la aparición
en los humanos –no sabemos en qué momento de su evolución - de una nueva y
enorme función (llamada simbólica o semiótica) que le permitirá hablar,
dibujar, proyectar, planificar, escribir, etc., etc., y por ello, generar a
pleno lo que llamamos la cultura cuyo
inicio y desarrollo dependerá justamente de la existencia de dicha función
simbólica.
Pues bien, de la mano de esa función e insertándose
en el mundo cultural y social humano, nace la arquitectura humana de parentesco. El respeto a las leyes culturales
del parentesco no existe, por ahora, en ninguna otra especie y por tanto nada
parecido a FAMILIA. Pero la organización llamada FAMILIA, bajo formas más o
menos semejantes, con su núcleo progenitores/hijos/hermanos,
está presente en todos los grupos humanos, actuales o pretéritos, que
conocemos.
Pero la salvaguarda, tanto personal como social, de
la identidad de sus miembros y de la armonía de los parentescos, parece no
explicar suficientemente la poderosa carga afectiva negativa que suscitan las prácticas incestuosas entre padres e
hijas y mucho más entre madres e hijos. El incesto entre hermanos es más
tolerado y produce efectos menores en dicha arquitectura humana de parentesco y causan aún menos efectos las
uniones entre tíos y sobrinos, entre primos hermanos, etc. La prohibición de
esos matrimonios entre parientes ya más lejanos (y que varía en distintos
grupos humanos) parece más bien destinada a anteponer una especie de barrera
protectora a la desorganizante unión incestuosa progenitores/hijos.
El
factor b) sobre la distribución de roles, es también claramente
cultural y, por lo tanto, deriva de la función simbólica. Su cometido es trazar
guías y ordenamientos entre los miembros familiares para asignar los diversos
roles que debe asumir cada uno para el sostén familiar.
Sabemos bien que el perfil de esas responsabilidades
está estrechamente ligado al lazo de parentesco entre los miembros, no siendo el
mismo para padres, madres, hijos, hermanos, etc., aunque dichas
responsabilidades varíen según cada cultura, cada tiempo y cada composición
familiar.
El trastorno producido en los roles familiares al instalarse
relaciones incestuosas puede llegar a ser enorme. Pensemos, por ejemplo, en una
relación incestuosa, consensuada y admitida
por la cultura entre un padre y su hija de 18 años, ¿qué dislocaciones
tendrían en esa familia los roles de los esposos, de la madre, del padre, de
otros hijos, de hermanos? Y, si aparece un nuevo vástago fruto de ese incesto, ¿qué
otros desórdenes esto provocaría? Y, como veremos en el párrafo siguiente, ¿cuántas
emociones gravemente perturbadas se generarían?:
El
factor c) se refiere a la conducta de apego (el attachment de
J. Bowlby[5]
una conducta programada genéticamente para cuidado de la cría que la ejercen tanto
aves como mamíferos) y que en los humanos se extiende y dura toda la vida,
correspondiendo a lo que habitualmente llamamos amor entrañable que sentimos por las personas cercanas, familiares
o no, incluidas las mascotas, el terruño, etc..
Como puede fácilmente apreciarse, este factor es
totalmente diferente de los dos anteriores porque no emerge de la organización
cultural humana sino está profundamente enclavado en nuestra naturaleza
mamífera. Y, más antiguo aún, está el atractivo erótico, que forja los lazos para
reproducir la especie.
Pero no se piense que estos poderosos vínculos
afectivos y eróticos que transportan nuestros genes son inequívocos, pues
arrastran tras sí no sólo elementos muy positivos como el cariño, la
generosidad, la solidaridad, la dedicación, la abnegación, la renuncia, etc.,
sino también elementos muy negativos como los celos, la envidia, el odio, la
rivalidad, la venganza, el abuso, llegando, incluso, al crimen intrafamiliar
bajo la forma de filicidio, parricidio, fratricidio, uxoricidio, etc.
Todos estos factores, originados tanto a partir de
la cultura humana como de nuestra genética mamífera, interactuando y
potenciándose mutuamente, parecen justificar las prohibiciones universales
establecidas para los matrimonios incestuosos. Son prohibiciones tan hondamente
insertadas en las relaciones humanas que, al observar niños - ya desde los 4 o
5 años - jugando a la familia, vemos que “aprendieron” (sin saber decirnos cómo)
que los padres “no se casan” con sus hijos y los hermanos entre sí “tampoco”,
haciendo respetar esas reglas en los personajes de sus creaciones lúdicas
infantiles.